Una semana en el Hotel Alvear

Febrero de 1998. Reinaba sus últimos días el menemismo. Fue el último verano que la oferta turística creció en la Argentina, antes de la debacle del 2001. Por primera vez ibamos a ir de vacaciones con unos amigos. Pero nadie imaginaba lo que iba a pasar. Una tarde me llaman por teléfono y me dicen que hay una propuesta de trabajo en el conocido Hotel Alvear de la Ciudad de Buenos Aires. El laburo no era difícil: simplemente llevar paquetes de ropa lavada de los huespedes hacia sus habitaciones, cuando el personal de lavandería hiciera lo propio. "Vas a ser un Valet de Lavandería", me adelantaron en la conversación.
El problema radicaba que ya teníamos todo planificado para irnos a Mar del Plata. Imaginense las puteadas que pegaron mis queridos amigos cuando se enteraron que empezaba a trabajar justo en esa fecha. La realidad económica no era muy buena, por eso tuve que taparme la nariz y sumergirme en el "cálido ambiente" del Hotel.

Primer día. Subo a entregar un paquete a una de las habitaciones, cuando veo correr como tromba uno de los "muchachos" de seguridad. Y venía hacia mi.
- Subite los pantalones nene, no podés caminar así, me ordenó.
- Disculpe, dije casi susurrando ante la inmesidad de su físico intimidante.
Sexto día. Empieza la debacle. El turno al que yo iba era el de la tarde-noche. Me habían tomado por mis conocimientos del idioma inglés para que pudiera interactuar mejor con los turistas. Llevo otra vez uno de los famosos paquetes a un huesped. A los cinco minutos llama desesperado y grita que no era la ropa de él.
La historia era así: alguien a la mañana marcaba las prendas para que se lavaran, y luego del proceso la envolvía, las colocaba en estantes y yo se la llevaba a la persona. Simple, a no ser por el pedazo de idiota que empaquetó ¡cinco! habitaciones mal. Faltaban y sobraban jeans, remeras y sacos. Todo era un caos. Mi compañero, cuando se dio cuenta de la gran cagada que habían hecho comenzó a pegar puñetazos y patadas a troche y moche por toda la oficina. Y yo no sabía que hacer: era el quinto día del primer trabajo remunerado que tenía con 19 años. Sólo opte por quedarme callado en un rincón.
Al día siguiente, fue mi franco, y veinticuatro horas después volví a trabajar.
- Hoy no trabajás pibe, pasá por Recursos Humanos, me dijeron en el ingreso, casi en forma de burla.
Subí al tercer piso y un flaco de unos veintipico de años me dio la noticia.
- Martín, esto tomalo como una experiencia. No era lo que pensábamos; vos no encajas en nuestra estructura, dijo como excusa.
- Primero te digo que la culpa de lo que pasó no fue mía. Solo lleve la ropa a donde tenía que llevarla. Y segundo te echo la culpa a vos y al que me cagó por haberme arruinado las vacaciones, porque si hubiera sabido que esto era así, nunca hubiera pisado este maldito lugar, le dijoe entre sollozos y lágrimas.
Salí de la oficina y ya tenían preparado mi pago. Lo tomé y juré venganza. Ocho meses después de estar en el Alvear, encontré al culpable de mi despido en un boliche de la zona de Recoleta, de pura casualidad.
- Hola che, como andás, ¿te acordás de mi?, pregunté
- Si, dijo lacónicamente.
- Yo soy al que cagaste, pedazo de hijo de mil..., le grité y gracias a un amigo no lo estampé contra la pista del lugar.
¿Piensan que se defendió, que dijo algo acerca de lo que pasó o que intentó negar lo ocurrido? Nada, su cara de piedra se parecía a una de las estatuas del barrio citado.
Esa fue la semana que tenía que estar en Mar del Plata. Esa fue la semana que en lugar de estar en la playa con amigos, estuve en el Hotel Alvear. Martinpazismo 100% puro.