Vacaciones from Hell (Capítulo I)

Febrero de 2008. Primeras vacaciones que pasamos viajando en el auto de mi cuñado, un Fiat 147 modelo 1996 rojo. Antes de irnos con él y mi señora a Mar del Plata por diez días, la aclaración fue explícita: "Lo mandé al mecánico. Se va a deslizar en la ruta", exclamó el dueño del auto apodado Apu. Decidimos irnos un viernes a la noche, para que el fin de semana estemos ya instalados en el departamento. Con nosotros y en su respectivo coche, venían solo por el sábado y el domingo una pareja amiga. Con un ritmo cancino, pero parejo en toda su estructura, Apu nos llevaba por la Autovía 2 sin dar mayores sobresaltos. Sacamos fotos de Omar manejando, tomamos mate y comimos algunas galletitas para paliar el hambre incipiente. Todo venía perfecto. Hasta que algo le pasó a Apu. Un leve ruido emergió desde el interior del automóvil, justo en el kilómetro 200. Estábamos justo en la mitad del viaje, llegando a las puertas de la ciudad de Dolores.
-Algo pasó, dijo Omar.
-Bueno estacioná acá, le contesté y le señalé una estación de servicio salvadora que nos aguardaba al costado del camino.
Mientras aminoraba la marcha, el sonido se hacía cada vez más evidente. Omar estacionó de cualquier forma. De un modo desesperante, atolondrado, cansado y desconcertante, comenzó a revisar a Apu. No pudo sacar ninguna conclusión mecánica concreta. La única respuesta posible al problema fue la temida.
-Tengo que llamar a la grúa y volver para Buenos Aires. No me queda otra, se lamentó Omar ante su hermana.
El leve sudor que brotaba de mi frente se estaba transformando en una constante transpiración difícil de soportar, a pesar del viento que se estaba envalentonando hacia nosotros, cada vez con más fuerza y a cada minuto más frío. Ya era de noche y estábamos en el medio del camino sin saber qué hacer. Y con un aguacero que se estaba aproximando.
Nuestros amigos, casi como dos voyeurs desorbitados, observaban atentamente y esperaban definitivamente una decisión inmediata: la lluvia ya comenzaba.
Nos fuimos con ellos y seguimos viaje. Omar esperó en esa estación de servicio, casi sin consuelo, y degustando un rico café cortado americano, hasta que a las 12 A.M vino una grúa a llevarse al auto averiado y al cuñado desconsolado.
Por los posteriores comentarios de Omar, el remolque "era como el de la película Jeepers Creepers" y el mecánico viajaba por la ruta "a no más de 50 kilómetros por hora". Por lo que a su casa llegó a las 3 de la madrugada, terminando en martirio las primeras horas de sus vacaciones.
Mientras todo esto estaba ocurriendo entre Dolores y Buenos Aires, entre Dolores y Mar del Plata, la lluvia estaba en auge. Por suerte, y sin sobresaltos, llegamos a destino.
Al otro día, y ya con el problema automotriz "arreglado", Omar volvió a la ruta para una vez más intentar arribar a la "Ciudad Feliz".
Un par de días después de los primeros acontecimientos, una serie de eventos desafortunados condujeron inevitablemente a pasar unas vacaciones en el infierno...(fin del Capítulo I)

El hermano no reconocido de Viloni

Invierno de 2005. Ese viernes, como siempre fui al cine. Mi gusto por el séptimo arte se remonta a épocas muy lejanas donde pasaba horas mirando dobles funciones en los cines locales como el San Martín o el Mitre de Avellaneda, donde ahora funciona un humeante Casino/Bingo y un asqueroso restaurant chino, respectivamente. En especial siento una atracción casi hipnótica a cualquier historia que tenga que ver con terror, implícito o explícito en la pantalla. La culpa la tienen las horas gastadas en televisión, donde me sobresaltaba con esas películas bizarras en las que se descuartizan gente y la sangre salta de la pantalla, o donde desde lo sobrenatural se matan adolescentes cuando duermen profundamente, e inclusive donde un fantasma aparece para vengarse de la cruenta muerte que tuvo cuando era un ser vivo.
La decisión de esa noche fue ir a ver La Llamada 2, secuela de una versión norteamericana sobre una película japonesa fundadora del J-horror, un subgénero de terror en el que imperan los fantasmas con ansias de venganza. La primera parte de la historia fue muy taquillera, e incluso mucho mejor que la versión original. Entonces había una buena expectativa para ver cómo continuaba el relato de la mamá y el hijo perseguidas por el fantasma de una nena diabólica.
Afuera del cine del Alto Avellaneda llovía y hacía frío. Adentro, hacía calor y la gente estaba por todos lados. No cabía ni un alfiler. Me acomodé en la butaca junto a mi novia y mi cuñado. Entonces detrás mío llegó él: un patovica de unos 40 años, mezcla perfecta entre Viloni de 100% Lucha, y el personaje del film El Luchador de Micky Rourke. Estaba muy bien acompañado por una chica de unos veintitantos, alta y morocha, muy bonita y bien proporcionada en sus curvas.
En la primera escena el fantasma mata a un joven. A partir de esa imagen, una sucesión de ridículos, delirantes y disparatados
comentarios empezaron a ser balbuceados por el hermano no reconocido de Viloni.
"Pero claro, yo te dije que iba a estar muerto. Era obvio", espetó a 100 decibeles de volúmen este personaje. "Estas películas son todas iguales, no se para qué vine", le gritaba a la novia. "Y ahora, ¿qué va a pasar? ¿va a aparecer el fantasma?", se preguntaba casi gritando.
Que quede claro, iban veinte minutos de película. Duraba casi dos horas. Era casi una tortura china tener que prestarle atención a la trama, por cierto bastante intrincada de la historia, y bancarse las constantes frases inconexas de mi querido nuevo amigo casi pegado a mi tímpano.
El punto más álgido llegó a los 40 minutos de película. La escena transcurría en un baño. El hijo de la protagonista estaba siendo poseído por la nena diabólica y la tensión se incrementaba proporcionalmente a las charlas del quetejedi.
"Ahora se ahoga seguro", dijo mientras en la pantalla el agua del baño trataba de estrangular al pequeño protagonista. Esta frase me sacó de las casillas. Primero, porque nadie en la sala ni siquiera atinaba a decirle algún estridente SHHHH!!!. Y segundo, porque este muchacho parecía estar viendo una de Olmedo y Porcel. "¿Podrías por favor tratar de no hablar más, porque queremos ver la película en paz y mientras sigas hablando no vamos a poder?", afirmé y giré mi cabeza hacia atrás para verlo a los ojos. No dijo ni mu.
A los cinco minutos ocurrió la situación más rídicula, inverosímil e incomoda, de las tantas que me pasaron en la vida. Sin explicación, de una forma ofensiva y absolutamente descalificadora, el Viloni bizarro se acercó a mi oído y largó la frase "puto, puto, puto, puto".
Esto me provocó una ira total: no sabía si lo quería trompear, lanzarle el asiento en el que estaba o ahorcarlo con mi cinturón. Salté de la butaca, me paré a su lado y sólo le grité: "Si tenés algún problema lo arreglamos afuera, pero primero quiero terminar de ver la película desubicado de mierda".
Gracias a esta frase logré lo imposible: que no hablara más hasta el final. Al salir de la sala, y antes de que yo pudiera bajar la escalera para irme, el pseudo patovica cruzó miradas desafiantes conmigo. Es en este punto donde la cadena se me soltó. "¿Qué te pasa bobo? Estuviste boludeándome toda la película y ahora te haces el malo", entoné enérgicamente mientras caminaba hacia él.
La reacción del muchachote fue la nada absoluta: sólo se quedo mirando. A los cinco segundos, y mientras mi cuñado preparaba sigilosamente una toma de Kung-Fú para aplicarle, intervino su novia modelo. "Dejalo, no vale la pena que te pelees", vociferó en el hall del segundo piso del Alto Avellaneda.
En esa forma estridente y bochornosa fue la última vez que vi al hermano no reconocido de Viloni. Y espero no cruzarlo más ni en la calle, ni el cine.