La ñata contra el vidrio

Muchas veces las situaciones más inverosímiles y espontáneas son las que dejan un recuerdo imborrable. Lo que ocurrió el 22 de agosto por la noche fue una de esos momentos que quedarán registrados en mi memoria para siempre. Fue algo mágico, involvidable y raro. 
Luego de haber estado visitando familiares y amigos, ese lunes feriado estaba dispuesto a quedarme lo que restaba del día en mi casa. Mientras terminaba de calzarme una zapatilla, ya con el jogging puesto, recibí un llamado a mi celular. Mi prima.
"Hola primo. Te llamo porque me enteré de una noticia de esas que si no te la cuento, me podés llegar a matar. ¿Te acordás del Doc de Volver al Futuro? Bueno, está en Buenos Aires y va a filmar una publicidad. Yo estoy yendo a Cabildo y Juramento. Ahí la están filmando. Si querés venir, te espero". Sintética mi prima, me dejó sin palabras. A los dos segundos del llamado, estaba confirmando mi presencia en el evento.
En tiempo récord llegué a una esquina tan emblemática de Capital Federal como Cabildo y Juramento. Hicimos algo de tiempo en un bar de la esquina, y a eso de las 22 cruzamos la calle. 
La noticia de que Christopher Lloyd, el actor que interpretó al personaje del científico Doctor Emmet Brown que inventó la máquina del tiempo con un auto de marca Delorean en la película Volver al Futuro, estaba en Buenos Aires no fue difundida por la prensa con el objetivo de que los cientos de fanáticos que hay en la Argentina no se acerquen a la locación de la publicidad.
Mientras observábamos cómo el local de electrodomésticos Garbarino del barrio de Belgrano se transformaba en un set de filmación, tratábamos de colocarnos en una posición de privilegio para observar la puesta. Lloyd todavía no estaba en el lugar. 
La publicidad es para la temporada navideña, eso es claro. Había guirnaldas, estrellas doradas iluminadas, arbolitos de navidad y en la vereda estaba estacionado un trineo moderno, cuadrado, con un motor y con decenas de regalos en su baúl.
A las 22.30, mientras parte del equipo de filmación continuaba tapando con paños negros todo el semicírculo que rodeaba la entrada del local, me acerqué a uno de los muchachos del grupo. "¿Es cierto que está Lloyd?", le pregunté. "Sí. Lo están maquillando. Más o menos a las 23 vamos a empezar a filmar", me contó. 
Los minutos transcurrían en el medio de un intenso frío. Desde el costado derecho del local, que ya estaba cerrado por completo, nos movimos hacia la otra esquina. En ese interín, el equipo empezó a ensayar cómo debía filmar cada toma. Un actor con una peluca blanca recitaba las líneas que Lloyd iba a tener que decir, mientras se movía desde adentro hasta la puerta del local. A su alrededor, otros actores caminaban de un lado para el otro, todos con remeras, camisas o chombas de manga corta, clara referencia a que la publicidad será transmitida en épocas menos frías. La producción estaba en marcha.
Mientras observaba atentamente el trabajo que hacían, llegó un grupito de unas siete u ocho personas. Al verlos, noté que no era cualquier tipo de fanáticos. Era la gente de Farsa Producciones, una mítica productora de cine de terror y fantástico independiente y argentino, y reconocidos seguidores de la saga Volver al Futuro. 
Creadores de Plaga Zombie, El Amo de los Clones y Filmatrón, entre otras buenas películas, Pablo Parés, Sebastián Berta Muñiz, Hernán Sáez, Walter Cornás y Paulo Soria buscaban como groupies la forma de observar a su ídolo. Al verlos sentí que no era el único loco al que un fanatismo por una película lo llevaba a chupar ese frío gélido a esa hora de un día feriado y muy lejos de su casa.
A las 23.30, y cuando me trasladaba a husmear por otro lado para poder espiar entre bambalinas el set, Christopher Lloyd paseó su casi metro noventa por el grupo de gente que estaba apilada en la esquina. "Me quedé sin respiración", me dijo mi prima. A ella le pasó por al lado. Yo lo vi entrar claramente, mientras ojeaba entre las telas negras. 
Las caras de alegría de los que estábamos ahí eran desbordantes. Un personaje tan emblemático para nuestra infancia estaba personificando de nuevo a ese científico aventurero del tiempo que tanto nos hace reir todavía, y encima en Buenos Aires.
"Ya me puedo morir en paz. Lo vi a George Lucas, ahora a Christopher Lloyd y soy una especie de amigo por mails de Alex de la Iglesia. Más no puedo decir", comentó Berta con su clásica verborragia forjada por su pasado emtivitezco.
Por unos minutos el set se quedó en silencio. Todo el barullo que había previamente se había puesto en off en forma instantánea. Claro, la presencia de Lloyd era todo.  Al rato, el engranaje de la publicidad de a poco volvió a tomar forma. 
El director, un hombre regordete, canoso, barbudo, y petiso, más parecido a un yanqui de Kentucky que a un profesional de Buenos Aires gritó "silencio que vamos a filmar" y arrancó la toma. El Doc se paseaba desde adentro del local, hacia afuera comentando algo sobre "the time machine" y sus líneas se terminaban cuando quitaba de un saque el lienzo que cubría al trineo moderno. Eso fue lo único que pude observar, y era mucho.
Me di vuelta y por la calle apareció en escena la máquina. Ese auto que significa tanto para los cinéfilos. Ese coche que de tan identificado con un filme como marca nunca pudo vender lo que  añoraba su dueño. El Delorean. O la máquina del tiempo, vamos. "Out of Time", decía su placa y mi corazón latía.
Al verlo bajar lentamente por esa camionetita amarilla en lo que lo estaban trasladando, tuve un flashback de la escena en que desciende de un camión blanco y el Doc se lo presenta a Marty por primera vez en el shopping Twins Pines Mall.
"Sin fotos por favor", dijo la chica de seguridad. Ya era tarde. Quedó registrado en mi humilde camarita del celular esa presencia sublime que estaba posada sobre el asfalto de la avenida Cabildo al 2027. 
Ya era más de la 1 de la madrugada para ese entonces. La filmación continuaba. Pero era demasiado tarde y había que irse. "A eso de las 3 van a estar filmando en la calle con el auto", comentó por lo bajo alguien de la organización. Ya tenía algo que contar. Durante esas tres horas me sentí como aquel chiquilín del tango escrito por Enrique Santos Discépolo Cafetín de Buenos Aires que posa "la ñata contra el vidrio". 

Crónica de un pasaporte atrasado

Noviembre y Diciembre de 2009, y Enero de 2010. Nunca creí que realizar un trámite podría volverse una verdadera tortura diaria. La demora por cualquier documentación que uno deba hacer, debería ser normal en una sociedad ordenada y justa. En este caso fue un suplicio eterno la espera que padecí por mi pasaporte. La siguiente crónica intenta ser una reconstrucción total de los hechos ocurridos desde el 4 de noviembre de 2009 hasta el 23 de enero de 2010. Una sucesión de conversaciones, gestiones, habladurías, comentarios falsos y verdaderos y ayudas que me pasaron y que, si no fueran reales, serían "una joda grande como una casa", como dijo Tato Bores en uno de sus famosos monólogos. Todos los nombres de los intervinientes fueron omitidos para preservar la identidad de cada uno de ellos.
El martes 4 de noviembre no hacía tanto calor. Eran las siete de la mañana y con mi mujer estábamos parados en la fila para que nos dieran alguno de los cincuenta números que los empleados de esa dependencia le dan a la gente que tiene que tramitar el pasaporte y la cédula de identidad. Fuimos temprano, para evitar demoras posteriores. Preferimos ir a la delegación que la Policía Federal tiene en la ciudad de Avellaneda, ya que está a unas veinte cuadras de nuestra casa.
Una amiga me había contactado con alguien de allí para no hacer la fila. Pero cuando llegamos no había gente. Nos dieron el número 4 y 5 para que nos atiendan. Supuse que al tener números bajos, íbamos a tardar menos. Creí no tener la necesidad de nombrar a nadie ni poner en compromiso a mi amiga, por lo que no lo hice.
Una vez que presentamos los papeles, esperamos casi una hora y media para que nos llamaran a sacarnos la foto y tomarnos las huellas digitales. Mientras aguardábamos nuestro turno, salieron decenas de personas del diminuto cuarto donde te fotografiaban, quienes no estaban delante nuestro en la hilera. Es decir, que habían entrado por otro lado. Después de casi dos horas de espera, nos llamaron y finalizamos el procedimiento.
Al salir de la cueva aquella me surgió un interrogante. "¿Cuánto tardan en hacer el pasaporte?, pregunté a una de las oficiales que tomaba mate en el mostrador. "No sé, entre tres o cuatro meses, pero te podés fijar por Internet", contestó en forma poco amigable y con bastante inseguridad de sus propias palabras. Con esta consigna, entonces, me propuse hacerle caso a la mujer y consultar cada dos o tres días la web. El tiempo empezaba a fluir.
Mi preocupación primaria se generó luego de que una compañera de trabajo me comentó el problema que había tenido un amigo de ella. "Él tenía que viajar si o si en enero, entonces tuvo que hacer un par de llamadas, logró conectarse con alguien que trabaja en el lugar donde hacen los pasaportes y le cobraron 500 pesos el trámite. Si no pagaba eso, no le salía", explicó.
Este comentario fue como una espina clavada en el centro del pie. Una molestia permanente. A partir de esta conversación comenzó mi peregrinación hacia el pasaporte. Un viaje que iba a ser largo, tortuoso y desgastante.
Hablé con docenas de personas, para encontrar a alguien que me supiera decir qué hacer para que en tiempo y forma tuviera la documentación en mi poder. Ya estaba entrado el mes de diciembre. Las fiestas se aproximaban y hacía más de un mes que había presentado los papeles para hacer las libretas y nada se sabía de ellas.
Al ingresar el número de orden y de DNI mío y de mi mujer en Internet, el resultado era un lacónico "en producción". Nunca supe bien qué significaba esto, pero me indicaba que la libreta seguía demorada. Y el tiempo ya me jugaba en contra.
En una reunión con unos amigos, en la que festejábamos fin de año, uno de ellos se enteró de que estaba teniendo problemas con el trámite y me dijo que iba a hablar con alguien que trabaja en la sede central de la Policía Federal en la calle Azopardo, para intentar ayudarme. A los dos días de aquel encuentro, me llamó por teléfono. "El problema es que tu trámite no está en Azopardo, entonces no se puede hacer nada desde allá. Tenés que ir a donde presentaste toda la documentación y hacer que alguien se ocupe y te lo acelere. Así va a hacer posible sacarlo", explicó.
Acá entra en el relato alguien que trabaja en esa dependencia de la Policía. Por intermedio de otra persona, me conecto con este empleado, quien me comentó que el trámite "quizás se perdió en el camino" y que tenía que esperar unos días. Supuestamente, y al trabajar ellos con disquetes, la versión oficial es que la dependencia se demoró en entregar a Azopardo algunos, incluidos los míos. Qué casualidad, ¿no?.
Mi desesperación se incrementaba en forma similar a los grados centígrados que había en el ambiente y a las grandes comilonas de fin de año. Luego de un par de semanas de aguante volví a hablar con el empleado. "Nosotros ya mandamos un memo explicando la situación del retraso para que se acelere todo. El problema radica en el tiempo que puede transcurrir para que te entreguen las libretas", dijo y luego empezó a esbozar dos posibles soluciones absolutamente impracticables. "Lo que tenés que hacer es lo siguiente. Primero, presentá un certificado médico explicando que viajas al extranjero por una cuestión de salud. Paralelamente a eso, tendrías que presentar un recurso de amparo. Esto está dando mucho resultado", comentó.
Estas "soluciones" me provocaron inmediatamente una crisis nerviosa. En enero un "recurso de amparo" es imposible de presentar por la feria judicial y, encima, los tiempos no daban para que, si lograba tener los textos necesarios del recurso, me surgiera el pasaporte a partir de esto. Un certificado médico, si bien tenía al alcance de mi mano la posibilidad de que me lo hicieran, era algo absolutamente agarrado de los pelos, problemático e improvisado. ¿El médico que me lo hiciera, iba a poner que me estaba muriendo, o que me tenían que operar? Algo poco realista y rídiculo que no tenía ni pies ni cabeza.
En el medio de la conversación con este hombre, una amiga me contó que un conocido de ella nos podía "sacar" el trámite. "Lo que te hacen ellos se llama recupero. Te lo dan si vos pagás. Cobran 200 dólares por pasaporte", relató. "Ni en pedo, están todos locos. ¿Cómo me van a cobrar por un trámite que yo ya pagué?", contesté indignado.
Entonces volví a hablar con la primera persona que desandó el camino, para ver si se despejaba el horizonte y le comenté la situación nueva. A los pocos días, ya durante enero, me comentó que el trámite había ingresado a la central, que estaba en un sector de complicado acceso y que iba a depender de otra gente. Es decir, que para agilizar los pasaportes había que "arreglar" con otros actores intervinientes. El precio era altamente inferior al que me habían pasado antes. Tomé la decisión de aceptar esto. Si decía que no, era más que probable que no salieran nunca.
Paralelamente a hablar con todas las personas que cité antes, también charlé con otra gente conocida que conoce a alguien que sabe de otra gente que trabaja para un contacto que tiene en Azopardo. Una de ellas, quedó en averiguarme cuándo el trámite estuviera listo.
El 14 de enero me llamó mi amigo al celular. "El pasaporte tuyo te lo mandan por correo y el de tu señora va a estar mañana. Ya está. Cuando los tengas avisame", dijo. "Gracias, no sabés el peso que me sacás de encima", contesté aliviado por la buena noticia.
Al otro día, mientras estaba trabajando, me contactó la otra persona conocida a la que le había consultado. Me dijo que los pasaportes ya los habían emitido y que fuera a buscarlos a Azopardo. En forma rápida y sin pensar un segundo, salí corriendo del trabajo y fui directo hacia aquel edificio porteño.
En consonancia con lo que me enseñaron en la escuela de periodismo, la reflexión que hice fue la siguiente: si dos fuentes que no se conocen entre sí, coinciden en dar la misma noticia, la información es "casi" fidedigna. Por lo menos, en principio, así lo creía yo.
Alrededor de las 13.30 hacía unos 32 grados centígrados. El asfalto de la calle Azopardo estaba hirviendo. La fila que salía de una de las puertas de entrada llegaba a la calle. Y otra hilera de gente daba vuelta la esquina. Es decir que una de las colas terminaba literalmente en la calle. Me coloqué atrás del último, un flaco pelado, medio tostado, que parecía estar de vacaciones. Se lo notaba relajado.
Estaba sin almorzar. Eran las 14 y la fila avanzaba a un ritmo superlento, mientras el sol nos pegaba de refilón, ya que los edificios de alrededor lo tapaban. Luego de estar más de una hora y media esperando para entrar en la oficina donde se retiran los documentos terminados, me puse a hablar algo con el muchacho de adelante. "La verdad es que está complicado lo mío. Van a ser tres meses que inicié el trámite y todavía no me llegó. Espero tener suerte", comenté. "¿Tanto tiempo? Qué cosa rara. Yo hace quince días que lo inicié, y en la página de internet dice que lo tengo que venir a buscar acá", respondió el pibe. Parecía un chiste de mal gusto para mi, pero un rato después esta persona se iba de aquel lugar con el pasaporte en la mano.
Después de tres horas, llegué al mostrador. Rodeado de carteles que enunciaban frases como "no acepte la intervención de gestores" o "si alguien le ofreciera algún tipo de aceleración en el trámite, denúncielo", le mostré mi documentación al empleado y el flaquito que me atendió fue a la computadora para cotejar los datos. "Mirá, el tuyo lo tiene el correo. Te lo van a mandar ellos. Pero el de tu mujer no está", afirmó. "Hay posibilidad de acelerarlo. Dejáme tu celular y el viernes te llamo. Eso sí...no te olvides de los pibes", lanzó como una advertencia. Los anuncios colgados de la pared, parecía, servían solo de adorno.
No sabía qué hacer. Si irme a mi casa o hablar con alguien más. Decidí encontrar a alguien que me dijera algo más, que me diera una explicación razonable de por qué no me entregaban dos libretas que evidentemente estaban hechas. Di vueltas por todo el lugar buscando al Jefe de Turno. Sabía que los pasaportes estaban en algún recoveco de ese monstruo de cemento. Después de perderme por varios pasillos y mostradores, encontré aquella oficina perdida entre gente, oficiales y empleados. "El trámite tuyo está en el correo. Hablá con ellos y te lo van a llevar, pero el otro no está. Eso es lo que figura en pantalla", dijo el oficial en un tono no muy complaciente.
Volví a bajar y fui otra vez al primer lugar donde me atendieron. "Necesito imperiosamente saber qué pasa con el pasaporte de mi señora. Explicáme en qué estado está", le ordené a una de las empleadas, casi perdiendo la compostura, con un sudor imposible de recrear y con mi pelo que ya a esa altura daba vergüenza ajena.
"Te voy a ser sincera, está medio lento el trámite ese. Si tenés contacto con alguien, tratá de apurarlo", aconsejó la chica con buena predisposición. Eran las 17.15 y me fui. Estaba deshidratado, desesperado, acalorado y hambriento. Paré en un kiosco, compré un agua mineral y me la bajé en treinta segundos. El calor no paraba y el pasaporte estaba encarcelado en Azopardo.
El 18 de enero, como todos los días, entré a la página oficial de la policía. La sorpresa fue grande cuando ingresé los datos del trámite de mi esposa y decía: "Retirar en Oficina de Entrega. Azopardo 650". Increíble. Después de largos días ya estaba todo listo. Casi todo.
Al otro día mi esposa estuvo alrededor de las 8 de la mañana en el lugar. Al llegar a la ventanilla de atención la empleada le dijo que no le podían dar la libreta "porque estaba en la oficina de ensobrado" y en ese lugar "ningún empleado puede entrar si no es con la orden de un superior". Enfurecida, mi mujer fue a ver al Jefe de Turno, quien le ordenó que volviera a abajo para que le "entreguen inmediatamente el pasaporte".
Claro, ella había llevado la prueba contundente de que la libretita estaba hecha: yo había impreso una hoja con la constancia de lo que decía la página de Internet oficial de ellos. No había posibilidad de un no. Y entonces fue un sí. Después de unos cuarenta minutos de espera, y aquel 19 de enero, mi esposa ya tenía su pasaporte. Uno ya estaba terminado. Pero el mío todavía no aparecía.
Mi pelea dialéctica, física y mental con el edificio situado en Azopardo ya había terminado. Ahora empezaba a luchar contra los tiempos larguísimos del correo privado Oca. Durante un par de días llamé, sin suerte, para saber el destino de mi pasaporte. "Acá no llegó nada señor", respondió una de las primeras empleadas con las que hablé telefónicamente. "Las órdenes para mandar trámites de la Policía Federal se arman de noche, señor, todavía no lo tenemos. No tengo idea cuando puede estar", explicó otra. "En realidad los trámites de la Policía se acomodan a la mañana. Hoy no ha llegado todavía", dijo la tercera empleada con la que hablé.
Mi furia ya no la soportaba ni yo mismo. Soñaba que se iban todos de vacaciones y me dejaban en Buenos Aires. El mal humor reinaba en mi cara constantemente y el sueño se acortaba a unas cuatro horas por día, producto de este mal trago llamado pasaporte. Hasta que el 21 de enero, a primera hora, una agradable jovencita me dio la grata noticia: "Tu trámite ya fue enviado al correo de tu ciudad. Así que en cualquier momento te va a llegar a tu casa".
Ese mismo día, coordiné telefónicamente con la central de Avellaneda para que el sábado me mandaran a mi domicilio la bendita libreta. El 23 de enero de 2010 a las 11.18 una moto del correo privado Oca estacionó frente a mi hogar. Un empleado de esa empresa me entregó una libreta que había tramitado hacía dos meses y medio, y que según los carteles que había en las dependencias policiales el máximo plazo de entrega era de "30 a 35 días hábiles". Es decir menos de dos meses.
"Qué querés. Si estamos en la Argentina", repitió una persona a la que le conté lo que me pasó. "No tenés que ponerte nervioso. Tomalo con calma, estamos en la Argentina. Vos qué querés, ¿la chancha y los veinte?", sugirió un familiar al enterarse del periplo. Es la Argentina. Un país donde para que un trámite "salga", tenés que tener uno o más conocidos que te lo "saquen". Un país donde ocurren estas historias que, si no fueran tristemente ciertas, parecerían una joda grande como una casa. Como decía Tato.

Una compra atolondrada

(Aclaración: este artículo fue publicado en el espacio pseudo bloggero que tenía hotmail, hoy ya en desuso, y cuyo texto adapté para ser escrito en este blog).
Septiembre de 2008. Se me ocurrió hacerle un regalo a mi señora que hacía meses que necesitaba y como algo extra, comprar un electrodoméstico que hacía mucha falta en casa. Esta razón me llevó a ir a un famosísimo shopping de la zona sur que está a sólo dos cuadras de mi hogar. Se sabe que mi favoritismo por no gastar plata se impone muchas veces a pesar de la necesidad del momento. Es por eso que en esta situación quise salir de ese círculo vicioso.
Entré a una mega casa de artículos para el hogar y encaré al vendedor. "Quiero esta licuadora y aquella secadora de pelo", dije en forma imperativa. “Ok, capo”, respondió fugazmente. Abrió el sistema en una de las computadoras, llenó mis datos, procesó la información e imprimió una boleta que según él tenía que “presentar en caja”. “Ok, gracias”, saludé.
Es en este punto del relato donde comienza el calvario, la espera y el problema. Sólo había dos cajas habilitadas, de cuatro que eran. En una de ellas había dos paisanos, quienes venían del interior. Ellos habían comprado un producto que, o estaba mal de fábrica, o por otro motivo lo tenían que cambiar. Esa cajera tardo por reloj más de veinte minutos en atenderlos, entre preguntas, cliqueos de mouse y tecleos de caracteres casi interminables.
Mientras mi sudor se hacía más visible por el calor que reinaba en el lugar, en la otra caja una mujer entrada en kilos, su hermana, su sobrino y el hijo de ella, esperaban pacientemente un crédito. “Señora, acompáñeme que le tengo que sacar las huellas digitales y una fotito”, ordenó la joven empleada. “¿Cómo una huella digital?”, repreguntó la mujer. “Es el sistema que tenemos señora”, replicó la cajera en un tono no muy contemplador.
Para esto, mi fastidio era ya evidente porque habían pasado 30 minutos desde que había terminado de arreglar la compra con el vendedor. Algo excesivo para un lunes donde no había más de cinco personas en el local. Finalmente la incorporación de las dos empleadas que faltaban en las cajas apuró el trámite de las personas que estábamos en la cola esperando.
Luego de procesar información (vocablo básico de ese lugar) y después de que pagara los productos me dijeron: “Pasá por expedición con esta boleta que te van a entregar el pedido”. “Menos mal, ya está”, pensé. Error. El muchachito del mostrador trajo primero una caja de embalaje para la licuadora, y luego la caja con la secadora de pelo.
En eso, veo que el flaquito se dirige sigilosamente al exhibidor donde están los electrodomésticos, saca la licuadora, y la trae a la mesa. “Revisala que no falte nada, así la embalo”, ordenó. “Flaco, me estas cargando. Nadie me dijo que no tenían licuadoras embaladas. Si hubiera sabido no la compraba”, reproché en un estado de crisis total.
Llamaron al vendedor, quien me aseguró que en el sistema figuraban en el depósito dos licuadoras nuevas, las que brillaban por su ausencia en el local. “Roberto, me arreglás este problema”, le dijo el vendedor a uno de los muchachos que estaban detrás de las cajas, y que por lo visto, tenía más experiencia.
Roberto comenzó durante 15 minutos a (otra vez el vocablo clásico del lugar) “procesar información”. La espera se hacía interminable, insoportable y el manoseo ya se sentía demasiado. Otra cajera llamó para que me acerque a su lugar. Luego de seguir completando información en su computadora (todavía no puedo entender qué era lo que completaban) comentó: “Ya está, pasá por el mostrador a retirar el producto”. ¡Y me da una boleta con el precio de la secadora que me iba a llevar y no me devuelve la plata! “Realmente ustedes me están tomando por tonto. Pido algo que quiero, me dan un producto que no es el que pedí, me tienen 45 minutos esperando, y encima no me dan la plata, qué les pasa”, levanté la voz en un tono bastante pedante.
Como por arte de magia apareció otro de los vendedores con experiencia y le susurró al oído a esa cajera: “Dale la plata y listo”.
La situación de la compra, terminó allí, pero todavía faltaba algo para cerrar aquella nefasta salida. Mientras definitivamente me estaban entregando el regalo, sonó mi celular: “Hola, ¿Cómo andás?”, saludó Norma, una amiga. “Bien, comprando algo”, digo. “¿Te pasa algo?”, preguntó. “No, nada, aguantá que ahora te cuento”, comenté.
Mientras iba saliendo del shopping le relaté a mi amiga lo que me había pasado. Y, durante aquella explicación telefónica, y como en una comedia de Ben Stiller, tuve un bizarro altercado callejero. Mientras cruzaba bien la calle Agüero, una mujer taxista, totalmente fuera de sí, dobló desde la salida del centro comercial hasta esa calle. Obviamente tuve que correr para que no me atropellara. Todo esto con el celular en la mano, cuatro bolsas en la otra, usando una campera y un buzo y con una sensación térmica de 28 grados centígrados. “Pedazo de pajero, cruzá bien”, insultó la señorita. Y entonces, las palabras salieron disparadas de mi boca como una dardo venenoso: “Anda a la concha de tu madre”, exclamé.
Después de todo lo que había esperado en aquella casa de artículos electrónicos, luego de que me quisieran vender cualquier cosa, con el calor que hacía y encima con las vueltas que me dieron para terminar de atenderme, no podía resistirme a insultar a alguien que casi me llevaba puesto con su auto. Una compra atolondrada en la que el final tenía que ser este y no otro.

Vacaciones from Hell (Capítulo II)

Febrero de 2008. Lindos días llenos de sol y calor estábamos pasando en la costa marplatense. El auto más conocido como Apu, de a poco nos estaba llevando por lugares donde sin vehículo hay que tomarse colectivo para ir: Santa Clara, el Puerto, la calle Alem, entre otros. La vida útil del querido autito comenzó a mostrar signos de agotamiento antes de llegar al destino citado (ver Vacaciones from Hell, Capítulo I) pero definitivamente mi cuñado se dio cuenta de que algo pasaba durante los primeros días de su estadía.
Una de las más lindas jornadas playeras que tuvimos fue en Santa Clara. Eran las 6.30 de la tarde y decidimos volver. Omar intentó arrancar Apu. Nada. Otra vez. Nada. Una vez más. Nada. Salió en forma repentina del coche, abrió el capot y revisó adentro. Realmente no se entiende qué es lo que hizo, pero con su vista parece que Apu se intimidó, porque luego de esto arrancó. Por suerte pudimos volver a la ciudad.
Al otro día decidimos ir a Miramar. Una ciudad a donde nunca habíamos ido. El viaje tue rtanquilo, la playa estuvo tranquila y el día pasó tranquilo. Como una suerte de maldición continua, al intentar irnos de la playa otra vez, Apu empezó a molestarse. Omar lo quería arrancar. Apu no respondía. Le daba y nada. Le volvía a dar con la llave. Nada. Así siguió hasta que revisó otra vez las entrañas del cochecito: supuestamente la batería se había quedado sin carga. Un hombre que estaba con su familia, gentilmente nos prestó un cable para pasar corriente de su vehículo a Apu y así logramos que encienda y luego pudimos llegar otra vez a Mar del Plata.
Definitvamente Apu no quería saber más nada con una batería vetusta y usada durante muchos años. En el estacionamiento, uno de los empleados nos dio una dirección para comprar una batería. Fuimos alrededor de las 8 de la noche. Estaba casi cerrando. Por suerte la conseguimos y la colocaron. Pensábamos que era la solución. Pero no.
Al otro día, los problemas mecánicos continuaron sin parar. La única forma de arrancar el auto era empujándolo. Si se frenaba se paraba. No había chance de que no ocurriera eso. Entonces cumplimos con las reglas. Rememorando la película "Pequeña Miss Sushine" y su camioneta amarilla, Omar se puso al frente de Apu y mi señora y yo atrás para empujar. Mientras lo hacíamos mi cuñado me llamó, giró levemente su cabeza a la izquierda y sin mirarme a los ojos y en un tono militar dio la orden: "Más fuerte, por favor". Evidentemente Omar creía que yo era He-Man. Finalmente pudo arrancar por última vez en el verano antes de partir para Buenos Aires.
El Modus operandi del encendido, antes de volver a casa, fue el mismo. Mientras ibamos por la Avenida Constitución, Omar frenó para llenar el tanque. Y de nuevo lo empujamos hasta que arrancó. Los problemas seguían. Mientras viajábamos por la Ruta 2, el cambio de la cuarta a la quinta no respondía, y cuando lo hacía, inmediatamente como un robot automatizado Apu rebajaba sólo el cambio. Por lo que la velocidad máxima a la que podía ir era a 90 kilómetros por hora.
-¿Estás seguro que no querés parar en Dolores para cargar más nafta?, le pregunté a Omar.
-No, sino nos agarra un bruto embotellamiento, llegamos bien a Avellaneda, contestó.
Las previsiones más terribles se cumplieron. Al llegar al peaje de Hudson, el auto no tenía casi nada de nafta. La cola de coches se parecía mucho a la retratada por Julio Cortázar en el cuento "Autopista del Sur".
-De última, si no llegamos, nos frenamos a un costado y "alguien" va a ir a buscar nafta con un bidón, lanzó Omar sin siquiera mirarme a los ojos y como una antisolución, ya que las estaciones brillaban por su ausencia.
Logramos avanzar casi hasta la bajada donde estaba el supermercado Auchan. Unos metros antes, una estación de servicio salvadora, nos estaba esperando con las brazos extendidos. Apu sacó la lengua y se quedó sin combustible. Omar puso al coche detrás de la fila y lo fuimos empujando hasta llegar al servidor. Cargamos nafta y, como un deja vu constante, empujamos el auto hasta ponerlo en marcha. Casi atropellamos a un nene que estaba correteando por el lugar.
Logramos llegar a casa.
Nadie podrá sacarle el mote de Vacaciones del infierno a las que pasamos ese verano de 2008. Hasta el último segundo.

Vacaciones from Hell (Capítulo I)

Febrero de 2008. Primeras vacaciones que pasamos viajando en el auto de mi cuñado, un Fiat 147 modelo 1996 rojo. Antes de irnos con él y mi señora a Mar del Plata por diez días, la aclaración fue explícita: "Lo mandé al mecánico. Se va a deslizar en la ruta", exclamó el dueño del auto apodado Apu. Decidimos irnos un viernes a la noche, para que el fin de semana estemos ya instalados en el departamento. Con nosotros y en su respectivo coche, venían solo por el sábado y el domingo una pareja amiga. Con un ritmo cancino, pero parejo en toda su estructura, Apu nos llevaba por la Autovía 2 sin dar mayores sobresaltos. Sacamos fotos de Omar manejando, tomamos mate y comimos algunas galletitas para paliar el hambre incipiente. Todo venía perfecto. Hasta que algo le pasó a Apu. Un leve ruido emergió desde el interior del automóvil, justo en el kilómetro 200. Estábamos justo en la mitad del viaje, llegando a las puertas de la ciudad de Dolores.
-Algo pasó, dijo Omar.
-Bueno estacioná acá, le contesté y le señalé una estación de servicio salvadora que nos aguardaba al costado del camino.
Mientras aminoraba la marcha, el sonido se hacía cada vez más evidente. Omar estacionó de cualquier forma. De un modo desesperante, atolondrado, cansado y desconcertante, comenzó a revisar a Apu. No pudo sacar ninguna conclusión mecánica concreta. La única respuesta posible al problema fue la temida.
-Tengo que llamar a la grúa y volver para Buenos Aires. No me queda otra, se lamentó Omar ante su hermana.
El leve sudor que brotaba de mi frente se estaba transformando en una constante transpiración difícil de soportar, a pesar del viento que se estaba envalentonando hacia nosotros, cada vez con más fuerza y a cada minuto más frío. Ya era de noche y estábamos en el medio del camino sin saber qué hacer. Y con un aguacero que se estaba aproximando.
Nuestros amigos, casi como dos voyeurs desorbitados, observaban atentamente y esperaban definitivamente una decisión inmediata: la lluvia ya comenzaba.
Nos fuimos con ellos y seguimos viaje. Omar esperó en esa estación de servicio, casi sin consuelo, y degustando un rico café cortado americano, hasta que a las 12 A.M vino una grúa a llevarse al auto averiado y al cuñado desconsolado.
Por los posteriores comentarios de Omar, el remolque "era como el de la película Jeepers Creepers" y el mecánico viajaba por la ruta "a no más de 50 kilómetros por hora". Por lo que a su casa llegó a las 3 de la madrugada, terminando en martirio las primeras horas de sus vacaciones.
Mientras todo esto estaba ocurriendo entre Dolores y Buenos Aires, entre Dolores y Mar del Plata, la lluvia estaba en auge. Por suerte, y sin sobresaltos, llegamos a destino.
Al otro día, y ya con el problema automotriz "arreglado", Omar volvió a la ruta para una vez más intentar arribar a la "Ciudad Feliz".
Un par de días después de los primeros acontecimientos, una serie de eventos desafortunados condujeron inevitablemente a pasar unas vacaciones en el infierno...(fin del Capítulo I)

El hermano no reconocido de Viloni

Invierno de 2005. Ese viernes, como siempre fui al cine. Mi gusto por el séptimo arte se remonta a épocas muy lejanas donde pasaba horas mirando dobles funciones en los cines locales como el San Martín o el Mitre de Avellaneda, donde ahora funciona un humeante Casino/Bingo y un asqueroso restaurant chino, respectivamente. En especial siento una atracción casi hipnótica a cualquier historia que tenga que ver con terror, implícito o explícito en la pantalla. La culpa la tienen las horas gastadas en televisión, donde me sobresaltaba con esas películas bizarras en las que se descuartizan gente y la sangre salta de la pantalla, o donde desde lo sobrenatural se matan adolescentes cuando duermen profundamente, e inclusive donde un fantasma aparece para vengarse de la cruenta muerte que tuvo cuando era un ser vivo.
La decisión de esa noche fue ir a ver La Llamada 2, secuela de una versión norteamericana sobre una película japonesa fundadora del J-horror, un subgénero de terror en el que imperan los fantasmas con ansias de venganza. La primera parte de la historia fue muy taquillera, e incluso mucho mejor que la versión original. Entonces había una buena expectativa para ver cómo continuaba el relato de la mamá y el hijo perseguidas por el fantasma de una nena diabólica.
Afuera del cine del Alto Avellaneda llovía y hacía frío. Adentro, hacía calor y la gente estaba por todos lados. No cabía ni un alfiler. Me acomodé en la butaca junto a mi novia y mi cuñado. Entonces detrás mío llegó él: un patovica de unos 40 años, mezcla perfecta entre Viloni de 100% Lucha, y el personaje del film El Luchador de Micky Rourke. Estaba muy bien acompañado por una chica de unos veintitantos, alta y morocha, muy bonita y bien proporcionada en sus curvas.
En la primera escena el fantasma mata a un joven. A partir de esa imagen, una sucesión de ridículos, delirantes y disparatados
comentarios empezaron a ser balbuceados por el hermano no reconocido de Viloni.
"Pero claro, yo te dije que iba a estar muerto. Era obvio", espetó a 100 decibeles de volúmen este personaje. "Estas películas son todas iguales, no se para qué vine", le gritaba a la novia. "Y ahora, ¿qué va a pasar? ¿va a aparecer el fantasma?", se preguntaba casi gritando.
Que quede claro, iban veinte minutos de película. Duraba casi dos horas. Era casi una tortura china tener que prestarle atención a la trama, por cierto bastante intrincada de la historia, y bancarse las constantes frases inconexas de mi querido nuevo amigo casi pegado a mi tímpano.
El punto más álgido llegó a los 40 minutos de película. La escena transcurría en un baño. El hijo de la protagonista estaba siendo poseído por la nena diabólica y la tensión se incrementaba proporcionalmente a las charlas del quetejedi.
"Ahora se ahoga seguro", dijo mientras en la pantalla el agua del baño trataba de estrangular al pequeño protagonista. Esta frase me sacó de las casillas. Primero, porque nadie en la sala ni siquiera atinaba a decirle algún estridente SHHHH!!!. Y segundo, porque este muchacho parecía estar viendo una de Olmedo y Porcel. "¿Podrías por favor tratar de no hablar más, porque queremos ver la película en paz y mientras sigas hablando no vamos a poder?", afirmé y giré mi cabeza hacia atrás para verlo a los ojos. No dijo ni mu.
A los cinco minutos ocurrió la situación más rídicula, inverosímil e incomoda, de las tantas que me pasaron en la vida. Sin explicación, de una forma ofensiva y absolutamente descalificadora, el Viloni bizarro se acercó a mi oído y largó la frase "puto, puto, puto, puto".
Esto me provocó una ira total: no sabía si lo quería trompear, lanzarle el asiento en el que estaba o ahorcarlo con mi cinturón. Salté de la butaca, me paré a su lado y sólo le grité: "Si tenés algún problema lo arreglamos afuera, pero primero quiero terminar de ver la película desubicado de mierda".
Gracias a esta frase logré lo imposible: que no hablara más hasta el final. Al salir de la sala, y antes de que yo pudiera bajar la escalera para irme, el pseudo patovica cruzó miradas desafiantes conmigo. Es en este punto donde la cadena se me soltó. "¿Qué te pasa bobo? Estuviste boludeándome toda la película y ahora te haces el malo", entoné enérgicamente mientras caminaba hacia él.
La reacción del muchachote fue la nada absoluta: sólo se quedo mirando. A los cinco segundos, y mientras mi cuñado preparaba sigilosamente una toma de Kung-Fú para aplicarle, intervino su novia modelo. "Dejalo, no vale la pena que te pelees", vociferó en el hall del segundo piso del Alto Avellaneda.
En esa forma estridente y bochornosa fue la última vez que vi al hermano no reconocido de Viloni. Y espero no cruzarlo más ni en la calle, ni el cine.

El Sector Menottista

Junio de 1997. Pleno invierno en Buenos Aires. Uno de los más crudos que hubiera padecido la ciudad. Frío por donde busques. A pesar de la helada general todos los sábados, junto a un par de amigos nos preparábamos para salir a bailar. El lugar habitué nuestro de ese momento era Retro. Históricamente, esta discoteque, funcionó como cine durante casi 30 años, en Flores, por Avenida Rivadavia al 7.800, zona emblemática de boliches, pubs, bares, piñas, trompadas y telos.
Madrugada. Boliche Retro. Interior. Centenares de jovenes bailoteaban al ritmo de "María" de Ricky Martin, "1, 2, 3" de El Símbolo, "Keep on Walking" de Roanan Keating o "Quiero Vino" del grupo desaparecido La Marca. Marcha, música latina y cumbia noventera sin parar.
La disco todavía mantenía la forma del cine que fue: el pullman en el primer piso ahora estaba abarrotado de reservados, y en el centro funcionaba una gran pista justo donde antes la gente se sentaba a disfrutar alguna película de Olmedo y Porcel o quizás de Palito Ortega.
Mientras los acordes golpeaban sin cesar y con ritmo los graves de los más de diez parlantes distribuidos por el lugar, mis amigos y yo empezamos a caminar en forma circular la pista, insistentemente en una búsqueda frenética de alguna chica que por lo menos nos diera la hora. Cerca de las 4.30 de la madrugada, luego varios rechazos, rebotes y vueltas de cara, decidimos quedarnos parados y nos recostamos sobre una baranda, al pie de la pista, inmóviles y como espectadores de lujo de los pasos bolicheros de siempre.
El espírituo del juego lírico, con toque y sin preocupación para defender de César Luis Menotti estaba a punto de aparecer. En forma abrupta y sin dar ningún tipo de explicación racional, tres chicas se nos acercaron y sin mediar una sola sílaba dos de ellas besaron a mis amigos. Se notaba que el alcohol les fluía por la sangre. La tercera, vio mi cara, se dio vuelta y se fue. Tampoco brindó alguna explicación.
Quedé más solo que Hitler en el día del amigo. Me senté, abatido, durante una hora y media en un rincón del lugar, esperando que pasaran los minutos y conciente de que definitivamente no era mi noche y sí la noche de mis acompañantes.
- "De ahora en más esta parte del boliche será el Sector Menottista", dijo uno de los chicos.
-"Para mi fue el Sector Bilardista", le comenté apesadumbrado por lo que me había pasado. El Sector Menottista con el tiempo y los años fue perdiendo el esplendor de esa noche invernal y helada, pero el sentimiento martinpazista se afianzó cada vez más en mi. Sandokán tomaba forma.

Una semana en el Hotel Alvear

Febrero de 1998. Reinaba sus últimos días el menemismo. Fue el último verano que la oferta turística creció en la Argentina, antes de la debacle del 2001. Por primera vez ibamos a ir de vacaciones con unos amigos. Pero nadie imaginaba lo que iba a pasar. Una tarde me llaman por teléfono y me dicen que hay una propuesta de trabajo en el conocido Hotel Alvear de la Ciudad de Buenos Aires. El laburo no era difícil: simplemente llevar paquetes de ropa lavada de los huespedes hacia sus habitaciones, cuando el personal de lavandería hiciera lo propio. "Vas a ser un Valet de Lavandería", me adelantaron en la conversación.
El problema radicaba que ya teníamos todo planificado para irnos a Mar del Plata. Imaginense las puteadas que pegaron mis queridos amigos cuando se enteraron que empezaba a trabajar justo en esa fecha. La realidad económica no era muy buena, por eso tuve que taparme la nariz y sumergirme en el "cálido ambiente" del Hotel.

Primer día. Subo a entregar un paquete a una de las habitaciones, cuando veo correr como tromba uno de los "muchachos" de seguridad. Y venía hacia mi.
- Subite los pantalones nene, no podés caminar así, me ordenó.
- Disculpe, dije casi susurrando ante la inmesidad de su físico intimidante.
Sexto día. Empieza la debacle. El turno al que yo iba era el de la tarde-noche. Me habían tomado por mis conocimientos del idioma inglés para que pudiera interactuar mejor con los turistas. Llevo otra vez uno de los famosos paquetes a un huesped. A los cinco minutos llama desesperado y grita que no era la ropa de él.
La historia era así: alguien a la mañana marcaba las prendas para que se lavaran, y luego del proceso la envolvía, las colocaba en estantes y yo se la llevaba a la persona. Simple, a no ser por el pedazo de idiota que empaquetó ¡cinco! habitaciones mal. Faltaban y sobraban jeans, remeras y sacos. Todo era un caos. Mi compañero, cuando se dio cuenta de la gran cagada que habían hecho comenzó a pegar puñetazos y patadas a troche y moche por toda la oficina. Y yo no sabía que hacer: era el quinto día del primer trabajo remunerado que tenía con 19 años. Sólo opte por quedarme callado en un rincón.
Al día siguiente, fue mi franco, y veinticuatro horas después volví a trabajar.
- Hoy no trabajás pibe, pasá por Recursos Humanos, me dijeron en el ingreso, casi en forma de burla.
Subí al tercer piso y un flaco de unos veintipico de años me dio la noticia.
- Martín, esto tomalo como una experiencia. No era lo que pensábamos; vos no encajas en nuestra estructura, dijo como excusa.
- Primero te digo que la culpa de lo que pasó no fue mía. Solo lleve la ropa a donde tenía que llevarla. Y segundo te echo la culpa a vos y al que me cagó por haberme arruinado las vacaciones, porque si hubiera sabido que esto era así, nunca hubiera pisado este maldito lugar, le dijoe entre sollozos y lágrimas.
Salí de la oficina y ya tenían preparado mi pago. Lo tomé y juré venganza. Ocho meses después de estar en el Alvear, encontré al culpable de mi despido en un boliche de la zona de Recoleta, de pura casualidad.
- Hola che, como andás, ¿te acordás de mi?, pregunté
- Si, dijo lacónicamente.
- Yo soy al que cagaste, pedazo de hijo de mil..., le grité y gracias a un amigo no lo estampé contra la pista del lugar.
¿Piensan que se defendió, que dijo algo acerca de lo que pasó o que intentó negar lo ocurrido? Nada, su cara de piedra se parecía a una de las estatuas del barrio citado.
Esa fue la semana que tenía que estar en Mar del Plata. Esa fue la semana que en lugar de estar en la playa con amigos, estuve en el Hotel Alvear. Martinpazismo 100% puro.

El bizarro juego de truco de Drácula

Vacaciones de invierno de 1989. En la ciudad de Avellaneda, imponente él, se erizaba lo que fue "el primer shopping de Sudamérica". El famoso Shopping Sur. Construido sobre la base de los resabios que habían quedado de lo que alguna vez había sido el Frigorífico "La Negra", este Mega Mercado, tenía, como se sabe, muchos entretenimientos para los chicos y adolescentes que iban variando temporada a temporada. A mi viejo ese domingo, se le ocurrió una idea: "¿Por qué no vamos al Shopping con tu amigo Maxi Frette y de una buena vez entramos al juego de terror que hay?", propuso. Hacía rato que él quería ir, pero que yo me negaba al ser, hasta ese momento un tanto impresionable a todo lo referido a lo terrorífico. Pero ese día, sin pensarlo, sin meditarlo, y con poca edad para elaborar posibles consecuencias, acepté la invitación.
Entramos al lugar. El nombre del juego, hasta el día de hoy es una de los pocas cosas de las que no me acuerdo. Pero lo voy a llamar "El pasadizo del miedo". Duraba unos diez minutos, y lo único que tenías que hacer era caminar por un pasillo angosto, oscuro, donde casi no se vislumbraba nada, y donde desde las esquinas se escuchaban sonidos cuasi terroríficos.
Mientras mi mano apretaba fuerte a la de mi padre, Maxi se reía por los muñecos de hule, muy malos, que se veían por los costados: vampiros, hombres lobo, osos, aliens. Es decir una mezcla definitivamente rara para un juego demoníaco, supuestamente.
En la mitad del pasillo, o sea, en el medio del juego, uno de los "actores" que personificaba a uno de estos personajes de película se encontraba en una jaula. A simple vista parecía inmovil, pero en el instante mismo en que la vista de los tres se guió hacia él, este muchachito abrió con tanta fuerza la reja que logró pegarme a mi en la oreja. El martinpazismo se hacía presente con más terror que nunca.
Mi viejo se transformó en ese momento en Michael Douglas en la película Un Día de Furia.
-¿Estás loco flaco, como le vas a pegar así a mi hijo?, le gritó al pseudo-mosntruo
-No fue nada señor, respondió el actor vestido de Hombre Pulpo.
-Ya mismo nos vamos, ordenó mi padre.
Es acá donde la imagen siguiente es una de las más raras que me haya tocado ver en toda mi vida. En la oscuridad se observaba una puerta y un haz de luz que se filtraba por debajo. Con un movimiento de patada al estilo Swat, mi viejo rompió esa abertura. Los tres pasamos a las bambalinas del "Pasadizo de terror". Y aquí lo que les dije: estaban Drácula y un Ogro jugando a un bizarro juego de truco, mientras que una vampireza les cebaba gentilmente mate, al tiempo que comían unos ricos bizcochitos de grasa. El martinpazismo en su máximo esplendor.
Salimos del lugar. Mi reacción fue no decir nada, ni hablar casi, ni siquiera llorar. Mi amigo solo caminaba y su mirada estaba perdida en el horizonte. Y mi viejo dijo: "Nunca más volvemos a este lugar". Le hice caso: nunca más volví a esos juegos. El bizarro truco fue demasiado para mi.

La síntesis perfecta del martinpazismo

Otoño del año 1991. Justo antes de que empieze una clase de Historia, se desató una verdadera trifulca entre algunos alumnos del Bachiller del Colegio Pío XII de Avellaneda. Yo estaba, como siempre, en uno de los últimos bancos del aula, charlando amistosamente con dos compañeros. El colegio todavía hoy tiene los cursos construidos con ventanas vidriadas, casi como si toda el aula fuera una pecera. Por el pasillo lateral cualquiera que vaya caminando ve absolutamente todo lo que pasa adentro.
Ese día, en forma cancina, lenta y casi silenciosa la vicedirectora paseaba por el pasillo y en un momento giró su cabeza y observo el instante exacto del lío. Entró al lugar y exclamó: "¿Qué pasa acá señores?". La escena parecía casi el final de una feroz pelea entre las facciones mas radicales de las barras bravas de Excursionistas y Almirante Brown.
-¿Quién empezó con esta locura?, preguntó la docente.
La respuesta fue un silencio stampa.
-Bueno, como nadie quiere hacerse cargo, voy a llevarme a dirección a ellos dos, dijo y apuntó con sus minúsculos y regordetes dedos a los dos chicos que estaban hablando conmigo, quienes no habían participado del embrollo.
Ese segundo fue la síntesis martinpazística perfecta: por lo que dije y por lo que sucedió luego.
-Pero profesora, no estaban haciendo nada ellos, estaban hablando conmigo solamente, expresé enérgicamente sin medir las consecuencias.
-Entonces venga usted también, ordenó.
El martinpazismo salió a flor de piel.
Fui a dirección junto a otros de los alumnos que provocaron el escándalo, quienes finalmente se hicieron cargo. Pero el resultado para mi incipiente experiencia secundaria fue de 10 amonestaciones. "Fue por haber contestado", definió la vicedirectora sobre la causa del castigo.
Por mi sangre el martinpazismo se decantaba con cada vez más fuerza.

Un pequeño golpe olvidado

Década de 1980. Mi infancia transcurrió durante la mayor parte de estos años, políticamente tumultuosos y donde imperaban los colores chillones, las ropas holgadas y los pantalones ajustados. Mi mundo se nucleaba sólo a jugar con muñecos de He-Man, soldaditos, pequeños autos de colección, el típico fuerte de "los indios", y principalmente a ver televisión. En cualquier casa a la que iba, quería prender la tele y sentarme casi pegado a ella.
Un domingo del invierno de 1984 fuimos con mamá y papá a la casa de la abuela "Lola", que vivía en Constitución: un caserón de tres plantas, muy a la antigua, con esos pisos de madera que hoy ya no se ven. En ella, vivían mi primo mayor, mi tía y mi tío, junto al nuevo integrante de la familia: el primo bebé.
Este fue el día en que, quizás sin darme cuenta y a consecuencia de un hecho casual, el pensamiento martinpazista comenzó a circular indefectiblemente en mi vida.
Mientras estaba en el living y miraba tranquilo los dibujitos de Mazinger Z, mi primo mayor sigilosamente se fue acercando hacia mi, de a pasos cortitos, sin hacer ruido y con una banquetita de madera celeste en sus manos.
Yo sentí que estaba atrás mío, pero no le presté la debida atención, hasta que mi cabeza dura retumbó entre los parantes de la sillita: me había literalmente partido el mueblecito en mi pequeña cabeza.
-¿Por qué lo hiciste?-,pregunté llorando
-No sé-, fue la lacónica respuesta.
A los cinco segundos mi papá estaba preguntándome qué le había hecho a mi primo. "Nada. Estaba mirando la tele, nada más", contesté. "No puede ser, le tenés que haber hecho algo", replicó. "No, pa, no hice nada", dije y allí, sin pasar a mayores, terminó la escena.
Con el tiempo, la conclusión es que mi primo mayor estaba algo celoso del hermano, y en un lapsus normal de la edad, se la agarró conmigo: lo que se dice cosas de chicos, nada grave.
Fui el chivo expiatorio. Casi un círculo vicioso a partir de ese instante. El martinpazismo comenzó a tomar forma: ese pequeño golpe olvidado iba a ser la piedra fundamental de todo lo demás.