El Sector Menottista

Junio de 1997. Pleno invierno en Buenos Aires. Uno de los más crudos que hubiera padecido la ciudad. Frío por donde busques. A pesar de la helada general todos los sábados, junto a un par de amigos nos preparábamos para salir a bailar. El lugar habitué nuestro de ese momento era Retro. Históricamente, esta discoteque, funcionó como cine durante casi 30 años, en Flores, por Avenida Rivadavia al 7.800, zona emblemática de boliches, pubs, bares, piñas, trompadas y telos.
Madrugada. Boliche Retro. Interior. Centenares de jovenes bailoteaban al ritmo de "María" de Ricky Martin, "1, 2, 3" de El Símbolo, "Keep on Walking" de Roanan Keating o "Quiero Vino" del grupo desaparecido La Marca. Marcha, música latina y cumbia noventera sin parar.
La disco todavía mantenía la forma del cine que fue: el pullman en el primer piso ahora estaba abarrotado de reservados, y en el centro funcionaba una gran pista justo donde antes la gente se sentaba a disfrutar alguna película de Olmedo y Porcel o quizás de Palito Ortega.
Mientras los acordes golpeaban sin cesar y con ritmo los graves de los más de diez parlantes distribuidos por el lugar, mis amigos y yo empezamos a caminar en forma circular la pista, insistentemente en una búsqueda frenética de alguna chica que por lo menos nos diera la hora. Cerca de las 4.30 de la madrugada, luego varios rechazos, rebotes y vueltas de cara, decidimos quedarnos parados y nos recostamos sobre una baranda, al pie de la pista, inmóviles y como espectadores de lujo de los pasos bolicheros de siempre.
El espírituo del juego lírico, con toque y sin preocupación para defender de César Luis Menotti estaba a punto de aparecer. En forma abrupta y sin dar ningún tipo de explicación racional, tres chicas se nos acercaron y sin mediar una sola sílaba dos de ellas besaron a mis amigos. Se notaba que el alcohol les fluía por la sangre. La tercera, vio mi cara, se dio vuelta y se fue. Tampoco brindó alguna explicación.
Quedé más solo que Hitler en el día del amigo. Me senté, abatido, durante una hora y media en un rincón del lugar, esperando que pasaran los minutos y conciente de que definitivamente no era mi noche y sí la noche de mis acompañantes.
- "De ahora en más esta parte del boliche será el Sector Menottista", dijo uno de los chicos.
-"Para mi fue el Sector Bilardista", le comenté apesadumbrado por lo que me había pasado. El Sector Menottista con el tiempo y los años fue perdiendo el esplendor de esa noche invernal y helada, pero el sentimiento martinpazista se afianzó cada vez más en mi. Sandokán tomaba forma.

Una semana en el Hotel Alvear

Febrero de 1998. Reinaba sus últimos días el menemismo. Fue el último verano que la oferta turística creció en la Argentina, antes de la debacle del 2001. Por primera vez ibamos a ir de vacaciones con unos amigos. Pero nadie imaginaba lo que iba a pasar. Una tarde me llaman por teléfono y me dicen que hay una propuesta de trabajo en el conocido Hotel Alvear de la Ciudad de Buenos Aires. El laburo no era difícil: simplemente llevar paquetes de ropa lavada de los huespedes hacia sus habitaciones, cuando el personal de lavandería hiciera lo propio. "Vas a ser un Valet de Lavandería", me adelantaron en la conversación.
El problema radicaba que ya teníamos todo planificado para irnos a Mar del Plata. Imaginense las puteadas que pegaron mis queridos amigos cuando se enteraron que empezaba a trabajar justo en esa fecha. La realidad económica no era muy buena, por eso tuve que taparme la nariz y sumergirme en el "cálido ambiente" del Hotel.

Primer día. Subo a entregar un paquete a una de las habitaciones, cuando veo correr como tromba uno de los "muchachos" de seguridad. Y venía hacia mi.
- Subite los pantalones nene, no podés caminar así, me ordenó.
- Disculpe, dije casi susurrando ante la inmesidad de su físico intimidante.
Sexto día. Empieza la debacle. El turno al que yo iba era el de la tarde-noche. Me habían tomado por mis conocimientos del idioma inglés para que pudiera interactuar mejor con los turistas. Llevo otra vez uno de los famosos paquetes a un huesped. A los cinco minutos llama desesperado y grita que no era la ropa de él.
La historia era así: alguien a la mañana marcaba las prendas para que se lavaran, y luego del proceso la envolvía, las colocaba en estantes y yo se la llevaba a la persona. Simple, a no ser por el pedazo de idiota que empaquetó ¡cinco! habitaciones mal. Faltaban y sobraban jeans, remeras y sacos. Todo era un caos. Mi compañero, cuando se dio cuenta de la gran cagada que habían hecho comenzó a pegar puñetazos y patadas a troche y moche por toda la oficina. Y yo no sabía que hacer: era el quinto día del primer trabajo remunerado que tenía con 19 años. Sólo opte por quedarme callado en un rincón.
Al día siguiente, fue mi franco, y veinticuatro horas después volví a trabajar.
- Hoy no trabajás pibe, pasá por Recursos Humanos, me dijeron en el ingreso, casi en forma de burla.
Subí al tercer piso y un flaco de unos veintipico de años me dio la noticia.
- Martín, esto tomalo como una experiencia. No era lo que pensábamos; vos no encajas en nuestra estructura, dijo como excusa.
- Primero te digo que la culpa de lo que pasó no fue mía. Solo lleve la ropa a donde tenía que llevarla. Y segundo te echo la culpa a vos y al que me cagó por haberme arruinado las vacaciones, porque si hubiera sabido que esto era así, nunca hubiera pisado este maldito lugar, le dijoe entre sollozos y lágrimas.
Salí de la oficina y ya tenían preparado mi pago. Lo tomé y juré venganza. Ocho meses después de estar en el Alvear, encontré al culpable de mi despido en un boliche de la zona de Recoleta, de pura casualidad.
- Hola che, como andás, ¿te acordás de mi?, pregunté
- Si, dijo lacónicamente.
- Yo soy al que cagaste, pedazo de hijo de mil..., le grité y gracias a un amigo no lo estampé contra la pista del lugar.
¿Piensan que se defendió, que dijo algo acerca de lo que pasó o que intentó negar lo ocurrido? Nada, su cara de piedra se parecía a una de las estatuas del barrio citado.
Esa fue la semana que tenía que estar en Mar del Plata. Esa fue la semana que en lugar de estar en la playa con amigos, estuve en el Hotel Alvear. Martinpazismo 100% puro.

El bizarro juego de truco de Drácula

Vacaciones de invierno de 1989. En la ciudad de Avellaneda, imponente él, se erizaba lo que fue "el primer shopping de Sudamérica". El famoso Shopping Sur. Construido sobre la base de los resabios que habían quedado de lo que alguna vez había sido el Frigorífico "La Negra", este Mega Mercado, tenía, como se sabe, muchos entretenimientos para los chicos y adolescentes que iban variando temporada a temporada. A mi viejo ese domingo, se le ocurrió una idea: "¿Por qué no vamos al Shopping con tu amigo Maxi Frette y de una buena vez entramos al juego de terror que hay?", propuso. Hacía rato que él quería ir, pero que yo me negaba al ser, hasta ese momento un tanto impresionable a todo lo referido a lo terrorífico. Pero ese día, sin pensarlo, sin meditarlo, y con poca edad para elaborar posibles consecuencias, acepté la invitación.
Entramos al lugar. El nombre del juego, hasta el día de hoy es una de los pocas cosas de las que no me acuerdo. Pero lo voy a llamar "El pasadizo del miedo". Duraba unos diez minutos, y lo único que tenías que hacer era caminar por un pasillo angosto, oscuro, donde casi no se vislumbraba nada, y donde desde las esquinas se escuchaban sonidos cuasi terroríficos.
Mientras mi mano apretaba fuerte a la de mi padre, Maxi se reía por los muñecos de hule, muy malos, que se veían por los costados: vampiros, hombres lobo, osos, aliens. Es decir una mezcla definitivamente rara para un juego demoníaco, supuestamente.
En la mitad del pasillo, o sea, en el medio del juego, uno de los "actores" que personificaba a uno de estos personajes de película se encontraba en una jaula. A simple vista parecía inmovil, pero en el instante mismo en que la vista de los tres se guió hacia él, este muchachito abrió con tanta fuerza la reja que logró pegarme a mi en la oreja. El martinpazismo se hacía presente con más terror que nunca.
Mi viejo se transformó en ese momento en Michael Douglas en la película Un Día de Furia.
-¿Estás loco flaco, como le vas a pegar así a mi hijo?, le gritó al pseudo-mosntruo
-No fue nada señor, respondió el actor vestido de Hombre Pulpo.
-Ya mismo nos vamos, ordenó mi padre.
Es acá donde la imagen siguiente es una de las más raras que me haya tocado ver en toda mi vida. En la oscuridad se observaba una puerta y un haz de luz que se filtraba por debajo. Con un movimiento de patada al estilo Swat, mi viejo rompió esa abertura. Los tres pasamos a las bambalinas del "Pasadizo de terror". Y aquí lo que les dije: estaban Drácula y un Ogro jugando a un bizarro juego de truco, mientras que una vampireza les cebaba gentilmente mate, al tiempo que comían unos ricos bizcochitos de grasa. El martinpazismo en su máximo esplendor.
Salimos del lugar. Mi reacción fue no decir nada, ni hablar casi, ni siquiera llorar. Mi amigo solo caminaba y su mirada estaba perdida en el horizonte. Y mi viejo dijo: "Nunca más volvemos a este lugar". Le hice caso: nunca más volví a esos juegos. El bizarro truco fue demasiado para mi.

La síntesis perfecta del martinpazismo

Otoño del año 1991. Justo antes de que empieze una clase de Historia, se desató una verdadera trifulca entre algunos alumnos del Bachiller del Colegio Pío XII de Avellaneda. Yo estaba, como siempre, en uno de los últimos bancos del aula, charlando amistosamente con dos compañeros. El colegio todavía hoy tiene los cursos construidos con ventanas vidriadas, casi como si toda el aula fuera una pecera. Por el pasillo lateral cualquiera que vaya caminando ve absolutamente todo lo que pasa adentro.
Ese día, en forma cancina, lenta y casi silenciosa la vicedirectora paseaba por el pasillo y en un momento giró su cabeza y observo el instante exacto del lío. Entró al lugar y exclamó: "¿Qué pasa acá señores?". La escena parecía casi el final de una feroz pelea entre las facciones mas radicales de las barras bravas de Excursionistas y Almirante Brown.
-¿Quién empezó con esta locura?, preguntó la docente.
La respuesta fue un silencio stampa.
-Bueno, como nadie quiere hacerse cargo, voy a llevarme a dirección a ellos dos, dijo y apuntó con sus minúsculos y regordetes dedos a los dos chicos que estaban hablando conmigo, quienes no habían participado del embrollo.
Ese segundo fue la síntesis martinpazística perfecta: por lo que dije y por lo que sucedió luego.
-Pero profesora, no estaban haciendo nada ellos, estaban hablando conmigo solamente, expresé enérgicamente sin medir las consecuencias.
-Entonces venga usted también, ordenó.
El martinpazismo salió a flor de piel.
Fui a dirección junto a otros de los alumnos que provocaron el escándalo, quienes finalmente se hicieron cargo. Pero el resultado para mi incipiente experiencia secundaria fue de 10 amonestaciones. "Fue por haber contestado", definió la vicedirectora sobre la causa del castigo.
Por mi sangre el martinpazismo se decantaba con cada vez más fuerza.

Un pequeño golpe olvidado

Década de 1980. Mi infancia transcurrió durante la mayor parte de estos años, políticamente tumultuosos y donde imperaban los colores chillones, las ropas holgadas y los pantalones ajustados. Mi mundo se nucleaba sólo a jugar con muñecos de He-Man, soldaditos, pequeños autos de colección, el típico fuerte de "los indios", y principalmente a ver televisión. En cualquier casa a la que iba, quería prender la tele y sentarme casi pegado a ella.
Un domingo del invierno de 1984 fuimos con mamá y papá a la casa de la abuela "Lola", que vivía en Constitución: un caserón de tres plantas, muy a la antigua, con esos pisos de madera que hoy ya no se ven. En ella, vivían mi primo mayor, mi tía y mi tío, junto al nuevo integrante de la familia: el primo bebé.
Este fue el día en que, quizás sin darme cuenta y a consecuencia de un hecho casual, el pensamiento martinpazista comenzó a circular indefectiblemente en mi vida.
Mientras estaba en el living y miraba tranquilo los dibujitos de Mazinger Z, mi primo mayor sigilosamente se fue acercando hacia mi, de a pasos cortitos, sin hacer ruido y con una banquetita de madera celeste en sus manos.
Yo sentí que estaba atrás mío, pero no le presté la debida atención, hasta que mi cabeza dura retumbó entre los parantes de la sillita: me había literalmente partido el mueblecito en mi pequeña cabeza.
-¿Por qué lo hiciste?-,pregunté llorando
-No sé-, fue la lacónica respuesta.
A los cinco segundos mi papá estaba preguntándome qué le había hecho a mi primo. "Nada. Estaba mirando la tele, nada más", contesté. "No puede ser, le tenés que haber hecho algo", replicó. "No, pa, no hice nada", dije y allí, sin pasar a mayores, terminó la escena.
Con el tiempo, la conclusión es que mi primo mayor estaba algo celoso del hermano, y en un lapsus normal de la edad, se la agarró conmigo: lo que se dice cosas de chicos, nada grave.
Fui el chivo expiatorio. Casi un círculo vicioso a partir de ese instante. El martinpazismo comenzó a tomar forma: ese pequeño golpe olvidado iba a ser la piedra fundamental de todo lo demás.