Una compra atolondrada

(Aclaración: este artículo fue publicado en el espacio pseudo bloggero que tenía hotmail, hoy ya en desuso, y cuyo texto adapté para ser escrito en este blog).
Septiembre de 2008. Se me ocurrió hacerle un regalo a mi señora que hacía meses que necesitaba y como algo extra, comprar un electrodoméstico que hacía mucha falta en casa. Esta razón me llevó a ir a un famosísimo shopping de la zona sur que está a sólo dos cuadras de mi hogar. Se sabe que mi favoritismo por no gastar plata se impone muchas veces a pesar de la necesidad del momento. Es por eso que en esta situación quise salir de ese círculo vicioso.
Entré a una mega casa de artículos para el hogar y encaré al vendedor. "Quiero esta licuadora y aquella secadora de pelo", dije en forma imperativa. “Ok, capo”, respondió fugazmente. Abrió el sistema en una de las computadoras, llenó mis datos, procesó la información e imprimió una boleta que según él tenía que “presentar en caja”. “Ok, gracias”, saludé.
Es en este punto del relato donde comienza el calvario, la espera y el problema. Sólo había dos cajas habilitadas, de cuatro que eran. En una de ellas había dos paisanos, quienes venían del interior. Ellos habían comprado un producto que, o estaba mal de fábrica, o por otro motivo lo tenían que cambiar. Esa cajera tardo por reloj más de veinte minutos en atenderlos, entre preguntas, cliqueos de mouse y tecleos de caracteres casi interminables.
Mientras mi sudor se hacía más visible por el calor que reinaba en el lugar, en la otra caja una mujer entrada en kilos, su hermana, su sobrino y el hijo de ella, esperaban pacientemente un crédito. “Señora, acompáñeme que le tengo que sacar las huellas digitales y una fotito”, ordenó la joven empleada. “¿Cómo una huella digital?”, repreguntó la mujer. “Es el sistema que tenemos señora”, replicó la cajera en un tono no muy contemplador.
Para esto, mi fastidio era ya evidente porque habían pasado 30 minutos desde que había terminado de arreglar la compra con el vendedor. Algo excesivo para un lunes donde no había más de cinco personas en el local. Finalmente la incorporación de las dos empleadas que faltaban en las cajas apuró el trámite de las personas que estábamos en la cola esperando.
Luego de procesar información (vocablo básico de ese lugar) y después de que pagara los productos me dijeron: “Pasá por expedición con esta boleta que te van a entregar el pedido”. “Menos mal, ya está”, pensé. Error. El muchachito del mostrador trajo primero una caja de embalaje para la licuadora, y luego la caja con la secadora de pelo.
En eso, veo que el flaquito se dirige sigilosamente al exhibidor donde están los electrodomésticos, saca la licuadora, y la trae a la mesa. “Revisala que no falte nada, así la embalo”, ordenó. “Flaco, me estas cargando. Nadie me dijo que no tenían licuadoras embaladas. Si hubiera sabido no la compraba”, reproché en un estado de crisis total.
Llamaron al vendedor, quien me aseguró que en el sistema figuraban en el depósito dos licuadoras nuevas, las que brillaban por su ausencia en el local. “Roberto, me arreglás este problema”, le dijo el vendedor a uno de los muchachos que estaban detrás de las cajas, y que por lo visto, tenía más experiencia.
Roberto comenzó durante 15 minutos a (otra vez el vocablo clásico del lugar) “procesar información”. La espera se hacía interminable, insoportable y el manoseo ya se sentía demasiado. Otra cajera llamó para que me acerque a su lugar. Luego de seguir completando información en su computadora (todavía no puedo entender qué era lo que completaban) comentó: “Ya está, pasá por el mostrador a retirar el producto”. ¡Y me da una boleta con el precio de la secadora que me iba a llevar y no me devuelve la plata! “Realmente ustedes me están tomando por tonto. Pido algo que quiero, me dan un producto que no es el que pedí, me tienen 45 minutos esperando, y encima no me dan la plata, qué les pasa”, levanté la voz en un tono bastante pedante.
Como por arte de magia apareció otro de los vendedores con experiencia y le susurró al oído a esa cajera: “Dale la plata y listo”.
La situación de la compra, terminó allí, pero todavía faltaba algo para cerrar aquella nefasta salida. Mientras definitivamente me estaban entregando el regalo, sonó mi celular: “Hola, ¿Cómo andás?”, saludó Norma, una amiga. “Bien, comprando algo”, digo. “¿Te pasa algo?”, preguntó. “No, nada, aguantá que ahora te cuento”, comenté.
Mientras iba saliendo del shopping le relaté a mi amiga lo que me había pasado. Y, durante aquella explicación telefónica, y como en una comedia de Ben Stiller, tuve un bizarro altercado callejero. Mientras cruzaba bien la calle Agüero, una mujer taxista, totalmente fuera de sí, dobló desde la salida del centro comercial hasta esa calle. Obviamente tuve que correr para que no me atropellara. Todo esto con el celular en la mano, cuatro bolsas en la otra, usando una campera y un buzo y con una sensación térmica de 28 grados centígrados. “Pedazo de pajero, cruzá bien”, insultó la señorita. Y entonces, las palabras salieron disparadas de mi boca como una dardo venenoso: “Anda a la concha de tu madre”, exclamé.
Después de todo lo que había esperado en aquella casa de artículos electrónicos, luego de que me quisieran vender cualquier cosa, con el calor que hacía y encima con las vueltas que me dieron para terminar de atenderme, no podía resistirme a insultar a alguien que casi me llevaba puesto con su auto. Una compra atolondrada en la que el final tenía que ser este y no otro.

Vacaciones from Hell (Capítulo II)

Febrero de 2008. Lindos días llenos de sol y calor estábamos pasando en la costa marplatense. El auto más conocido como Apu, de a poco nos estaba llevando por lugares donde sin vehículo hay que tomarse colectivo para ir: Santa Clara, el Puerto, la calle Alem, entre otros. La vida útil del querido autito comenzó a mostrar signos de agotamiento antes de llegar al destino citado (ver Vacaciones from Hell, Capítulo I) pero definitivamente mi cuñado se dio cuenta de que algo pasaba durante los primeros días de su estadía.
Una de las más lindas jornadas playeras que tuvimos fue en Santa Clara. Eran las 6.30 de la tarde y decidimos volver. Omar intentó arrancar Apu. Nada. Otra vez. Nada. Una vez más. Nada. Salió en forma repentina del coche, abrió el capot y revisó adentro. Realmente no se entiende qué es lo que hizo, pero con su vista parece que Apu se intimidó, porque luego de esto arrancó. Por suerte pudimos volver a la ciudad.
Al otro día decidimos ir a Miramar. Una ciudad a donde nunca habíamos ido. El viaje tue rtanquilo, la playa estuvo tranquila y el día pasó tranquilo. Como una suerte de maldición continua, al intentar irnos de la playa otra vez, Apu empezó a molestarse. Omar lo quería arrancar. Apu no respondía. Le daba y nada. Le volvía a dar con la llave. Nada. Así siguió hasta que revisó otra vez las entrañas del cochecito: supuestamente la batería se había quedado sin carga. Un hombre que estaba con su familia, gentilmente nos prestó un cable para pasar corriente de su vehículo a Apu y así logramos que encienda y luego pudimos llegar otra vez a Mar del Plata.
Definitvamente Apu no quería saber más nada con una batería vetusta y usada durante muchos años. En el estacionamiento, uno de los empleados nos dio una dirección para comprar una batería. Fuimos alrededor de las 8 de la noche. Estaba casi cerrando. Por suerte la conseguimos y la colocaron. Pensábamos que era la solución. Pero no.
Al otro día, los problemas mecánicos continuaron sin parar. La única forma de arrancar el auto era empujándolo. Si se frenaba se paraba. No había chance de que no ocurriera eso. Entonces cumplimos con las reglas. Rememorando la película "Pequeña Miss Sushine" y su camioneta amarilla, Omar se puso al frente de Apu y mi señora y yo atrás para empujar. Mientras lo hacíamos mi cuñado me llamó, giró levemente su cabeza a la izquierda y sin mirarme a los ojos y en un tono militar dio la orden: "Más fuerte, por favor". Evidentemente Omar creía que yo era He-Man. Finalmente pudo arrancar por última vez en el verano antes de partir para Buenos Aires.
El Modus operandi del encendido, antes de volver a casa, fue el mismo. Mientras ibamos por la Avenida Constitución, Omar frenó para llenar el tanque. Y de nuevo lo empujamos hasta que arrancó. Los problemas seguían. Mientras viajábamos por la Ruta 2, el cambio de la cuarta a la quinta no respondía, y cuando lo hacía, inmediatamente como un robot automatizado Apu rebajaba sólo el cambio. Por lo que la velocidad máxima a la que podía ir era a 90 kilómetros por hora.
-¿Estás seguro que no querés parar en Dolores para cargar más nafta?, le pregunté a Omar.
-No, sino nos agarra un bruto embotellamiento, llegamos bien a Avellaneda, contestó.
Las previsiones más terribles se cumplieron. Al llegar al peaje de Hudson, el auto no tenía casi nada de nafta. La cola de coches se parecía mucho a la retratada por Julio Cortázar en el cuento "Autopista del Sur".
-De última, si no llegamos, nos frenamos a un costado y "alguien" va a ir a buscar nafta con un bidón, lanzó Omar sin siquiera mirarme a los ojos y como una antisolución, ya que las estaciones brillaban por su ausencia.
Logramos avanzar casi hasta la bajada donde estaba el supermercado Auchan. Unos metros antes, una estación de servicio salvadora, nos estaba esperando con las brazos extendidos. Apu sacó la lengua y se quedó sin combustible. Omar puso al coche detrás de la fila y lo fuimos empujando hasta llegar al servidor. Cargamos nafta y, como un deja vu constante, empujamos el auto hasta ponerlo en marcha. Casi atropellamos a un nene que estaba correteando por el lugar.
Logramos llegar a casa.
Nadie podrá sacarle el mote de Vacaciones del infierno a las que pasamos ese verano de 2008. Hasta el último segundo.

Vacaciones from Hell (Capítulo I)

Febrero de 2008. Primeras vacaciones que pasamos viajando en el auto de mi cuñado, un Fiat 147 modelo 1996 rojo. Antes de irnos con él y mi señora a Mar del Plata por diez días, la aclaración fue explícita: "Lo mandé al mecánico. Se va a deslizar en la ruta", exclamó el dueño del auto apodado Apu. Decidimos irnos un viernes a la noche, para que el fin de semana estemos ya instalados en el departamento. Con nosotros y en su respectivo coche, venían solo por el sábado y el domingo una pareja amiga. Con un ritmo cancino, pero parejo en toda su estructura, Apu nos llevaba por la Autovía 2 sin dar mayores sobresaltos. Sacamos fotos de Omar manejando, tomamos mate y comimos algunas galletitas para paliar el hambre incipiente. Todo venía perfecto. Hasta que algo le pasó a Apu. Un leve ruido emergió desde el interior del automóvil, justo en el kilómetro 200. Estábamos justo en la mitad del viaje, llegando a las puertas de la ciudad de Dolores.
-Algo pasó, dijo Omar.
-Bueno estacioná acá, le contesté y le señalé una estación de servicio salvadora que nos aguardaba al costado del camino.
Mientras aminoraba la marcha, el sonido se hacía cada vez más evidente. Omar estacionó de cualquier forma. De un modo desesperante, atolondrado, cansado y desconcertante, comenzó a revisar a Apu. No pudo sacar ninguna conclusión mecánica concreta. La única respuesta posible al problema fue la temida.
-Tengo que llamar a la grúa y volver para Buenos Aires. No me queda otra, se lamentó Omar ante su hermana.
El leve sudor que brotaba de mi frente se estaba transformando en una constante transpiración difícil de soportar, a pesar del viento que se estaba envalentonando hacia nosotros, cada vez con más fuerza y a cada minuto más frío. Ya era de noche y estábamos en el medio del camino sin saber qué hacer. Y con un aguacero que se estaba aproximando.
Nuestros amigos, casi como dos voyeurs desorbitados, observaban atentamente y esperaban definitivamente una decisión inmediata: la lluvia ya comenzaba.
Nos fuimos con ellos y seguimos viaje. Omar esperó en esa estación de servicio, casi sin consuelo, y degustando un rico café cortado americano, hasta que a las 12 A.M vino una grúa a llevarse al auto averiado y al cuñado desconsolado.
Por los posteriores comentarios de Omar, el remolque "era como el de la película Jeepers Creepers" y el mecánico viajaba por la ruta "a no más de 50 kilómetros por hora". Por lo que a su casa llegó a las 3 de la madrugada, terminando en martirio las primeras horas de sus vacaciones.
Mientras todo esto estaba ocurriendo entre Dolores y Buenos Aires, entre Dolores y Mar del Plata, la lluvia estaba en auge. Por suerte, y sin sobresaltos, llegamos a destino.
Al otro día, y ya con el problema automotriz "arreglado", Omar volvió a la ruta para una vez más intentar arribar a la "Ciudad Feliz".
Un par de días después de los primeros acontecimientos, una serie de eventos desafortunados condujeron inevitablemente a pasar unas vacaciones en el infierno...(fin del Capítulo I)

El hermano no reconocido de Viloni

Invierno de 2005. Ese viernes, como siempre fui al cine. Mi gusto por el séptimo arte se remonta a épocas muy lejanas donde pasaba horas mirando dobles funciones en los cines locales como el San Martín o el Mitre de Avellaneda, donde ahora funciona un humeante Casino/Bingo y un asqueroso restaurant chino, respectivamente. En especial siento una atracción casi hipnótica a cualquier historia que tenga que ver con terror, implícito o explícito en la pantalla. La culpa la tienen las horas gastadas en televisión, donde me sobresaltaba con esas películas bizarras en las que se descuartizan gente y la sangre salta de la pantalla, o donde desde lo sobrenatural se matan adolescentes cuando duermen profundamente, e inclusive donde un fantasma aparece para vengarse de la cruenta muerte que tuvo cuando era un ser vivo.
La decisión de esa noche fue ir a ver La Llamada 2, secuela de una versión norteamericana sobre una película japonesa fundadora del J-horror, un subgénero de terror en el que imperan los fantasmas con ansias de venganza. La primera parte de la historia fue muy taquillera, e incluso mucho mejor que la versión original. Entonces había una buena expectativa para ver cómo continuaba el relato de la mamá y el hijo perseguidas por el fantasma de una nena diabólica.
Afuera del cine del Alto Avellaneda llovía y hacía frío. Adentro, hacía calor y la gente estaba por todos lados. No cabía ni un alfiler. Me acomodé en la butaca junto a mi novia y mi cuñado. Entonces detrás mío llegó él: un patovica de unos 40 años, mezcla perfecta entre Viloni de 100% Lucha, y el personaje del film El Luchador de Micky Rourke. Estaba muy bien acompañado por una chica de unos veintitantos, alta y morocha, muy bonita y bien proporcionada en sus curvas.
En la primera escena el fantasma mata a un joven. A partir de esa imagen, una sucesión de ridículos, delirantes y disparatados
comentarios empezaron a ser balbuceados por el hermano no reconocido de Viloni.
"Pero claro, yo te dije que iba a estar muerto. Era obvio", espetó a 100 decibeles de volúmen este personaje. "Estas películas son todas iguales, no se para qué vine", le gritaba a la novia. "Y ahora, ¿qué va a pasar? ¿va a aparecer el fantasma?", se preguntaba casi gritando.
Que quede claro, iban veinte minutos de película. Duraba casi dos horas. Era casi una tortura china tener que prestarle atención a la trama, por cierto bastante intrincada de la historia, y bancarse las constantes frases inconexas de mi querido nuevo amigo casi pegado a mi tímpano.
El punto más álgido llegó a los 40 minutos de película. La escena transcurría en un baño. El hijo de la protagonista estaba siendo poseído por la nena diabólica y la tensión se incrementaba proporcionalmente a las charlas del quetejedi.
"Ahora se ahoga seguro", dijo mientras en la pantalla el agua del baño trataba de estrangular al pequeño protagonista. Esta frase me sacó de las casillas. Primero, porque nadie en la sala ni siquiera atinaba a decirle algún estridente SHHHH!!!. Y segundo, porque este muchacho parecía estar viendo una de Olmedo y Porcel. "¿Podrías por favor tratar de no hablar más, porque queremos ver la película en paz y mientras sigas hablando no vamos a poder?", afirmé y giré mi cabeza hacia atrás para verlo a los ojos. No dijo ni mu.
A los cinco minutos ocurrió la situación más rídicula, inverosímil e incomoda, de las tantas que me pasaron en la vida. Sin explicación, de una forma ofensiva y absolutamente descalificadora, el Viloni bizarro se acercó a mi oído y largó la frase "puto, puto, puto, puto".
Esto me provocó una ira total: no sabía si lo quería trompear, lanzarle el asiento en el que estaba o ahorcarlo con mi cinturón. Salté de la butaca, me paré a su lado y sólo le grité: "Si tenés algún problema lo arreglamos afuera, pero primero quiero terminar de ver la película desubicado de mierda".
Gracias a esta frase logré lo imposible: que no hablara más hasta el final. Al salir de la sala, y antes de que yo pudiera bajar la escalera para irme, el pseudo patovica cruzó miradas desafiantes conmigo. Es en este punto donde la cadena se me soltó. "¿Qué te pasa bobo? Estuviste boludeándome toda la película y ahora te haces el malo", entoné enérgicamente mientras caminaba hacia él.
La reacción del muchachote fue la nada absoluta: sólo se quedo mirando. A los cinco segundos, y mientras mi cuñado preparaba sigilosamente una toma de Kung-Fú para aplicarle, intervino su novia modelo. "Dejalo, no vale la pena que te pelees", vociferó en el hall del segundo piso del Alto Avellaneda.
En esa forma estridente y bochornosa fue la última vez que vi al hermano no reconocido de Viloni. Y espero no cruzarlo más ni en la calle, ni el cine.