Crónica de un pasaporte atrasado

Noviembre y Diciembre de 2009, y Enero de 2010. Nunca creí que realizar un trámite podría volverse una verdadera tortura diaria. La demora por cualquier documentación que uno deba hacer, debería ser normal en una sociedad ordenada y justa. En este caso fue un suplicio eterno la espera que padecí por mi pasaporte. La siguiente crónica intenta ser una reconstrucción total de los hechos ocurridos desde el 4 de noviembre de 2009 hasta el 23 de enero de 2010. Una sucesión de conversaciones, gestiones, habladurías, comentarios falsos y verdaderos y ayudas que me pasaron y que, si no fueran reales, serían "una joda grande como una casa", como dijo Tato Bores en uno de sus famosos monólogos. Todos los nombres de los intervinientes fueron omitidos para preservar la identidad de cada uno de ellos.
El martes 4 de noviembre no hacía tanto calor. Eran las siete de la mañana y con mi mujer estábamos parados en la fila para que nos dieran alguno de los cincuenta números que los empleados de esa dependencia le dan a la gente que tiene que tramitar el pasaporte y la cédula de identidad. Fuimos temprano, para evitar demoras posteriores. Preferimos ir a la delegación que la Policía Federal tiene en la ciudad de Avellaneda, ya que está a unas veinte cuadras de nuestra casa.
Una amiga me había contactado con alguien de allí para no hacer la fila. Pero cuando llegamos no había gente. Nos dieron el número 4 y 5 para que nos atiendan. Supuse que al tener números bajos, íbamos a tardar menos. Creí no tener la necesidad de nombrar a nadie ni poner en compromiso a mi amiga, por lo que no lo hice.
Una vez que presentamos los papeles, esperamos casi una hora y media para que nos llamaran a sacarnos la foto y tomarnos las huellas digitales. Mientras aguardábamos nuestro turno, salieron decenas de personas del diminuto cuarto donde te fotografiaban, quienes no estaban delante nuestro en la hilera. Es decir, que habían entrado por otro lado. Después de casi dos horas de espera, nos llamaron y finalizamos el procedimiento.
Al salir de la cueva aquella me surgió un interrogante. "¿Cuánto tardan en hacer el pasaporte?, pregunté a una de las oficiales que tomaba mate en el mostrador. "No sé, entre tres o cuatro meses, pero te podés fijar por Internet", contestó en forma poco amigable y con bastante inseguridad de sus propias palabras. Con esta consigna, entonces, me propuse hacerle caso a la mujer y consultar cada dos o tres días la web. El tiempo empezaba a fluir.
Mi preocupación primaria se generó luego de que una compañera de trabajo me comentó el problema que había tenido un amigo de ella. "Él tenía que viajar si o si en enero, entonces tuvo que hacer un par de llamadas, logró conectarse con alguien que trabaja en el lugar donde hacen los pasaportes y le cobraron 500 pesos el trámite. Si no pagaba eso, no le salía", explicó.
Este comentario fue como una espina clavada en el centro del pie. Una molestia permanente. A partir de esta conversación comenzó mi peregrinación hacia el pasaporte. Un viaje que iba a ser largo, tortuoso y desgastante.
Hablé con docenas de personas, para encontrar a alguien que me supiera decir qué hacer para que en tiempo y forma tuviera la documentación en mi poder. Ya estaba entrado el mes de diciembre. Las fiestas se aproximaban y hacía más de un mes que había presentado los papeles para hacer las libretas y nada se sabía de ellas.
Al ingresar el número de orden y de DNI mío y de mi mujer en Internet, el resultado era un lacónico "en producción". Nunca supe bien qué significaba esto, pero me indicaba que la libreta seguía demorada. Y el tiempo ya me jugaba en contra.
En una reunión con unos amigos, en la que festejábamos fin de año, uno de ellos se enteró de que estaba teniendo problemas con el trámite y me dijo que iba a hablar con alguien que trabaja en la sede central de la Policía Federal en la calle Azopardo, para intentar ayudarme. A los dos días de aquel encuentro, me llamó por teléfono. "El problema es que tu trámite no está en Azopardo, entonces no se puede hacer nada desde allá. Tenés que ir a donde presentaste toda la documentación y hacer que alguien se ocupe y te lo acelere. Así va a hacer posible sacarlo", explicó.
Acá entra en el relato alguien que trabaja en esa dependencia de la Policía. Por intermedio de otra persona, me conecto con este empleado, quien me comentó que el trámite "quizás se perdió en el camino" y que tenía que esperar unos días. Supuestamente, y al trabajar ellos con disquetes, la versión oficial es que la dependencia se demoró en entregar a Azopardo algunos, incluidos los míos. Qué casualidad, ¿no?.
Mi desesperación se incrementaba en forma similar a los grados centígrados que había en el ambiente y a las grandes comilonas de fin de año. Luego de un par de semanas de aguante volví a hablar con el empleado. "Nosotros ya mandamos un memo explicando la situación del retraso para que se acelere todo. El problema radica en el tiempo que puede transcurrir para que te entreguen las libretas", dijo y luego empezó a esbozar dos posibles soluciones absolutamente impracticables. "Lo que tenés que hacer es lo siguiente. Primero, presentá un certificado médico explicando que viajas al extranjero por una cuestión de salud. Paralelamente a eso, tendrías que presentar un recurso de amparo. Esto está dando mucho resultado", comentó.
Estas "soluciones" me provocaron inmediatamente una crisis nerviosa. En enero un "recurso de amparo" es imposible de presentar por la feria judicial y, encima, los tiempos no daban para que, si lograba tener los textos necesarios del recurso, me surgiera el pasaporte a partir de esto. Un certificado médico, si bien tenía al alcance de mi mano la posibilidad de que me lo hicieran, era algo absolutamente agarrado de los pelos, problemático e improvisado. ¿El médico que me lo hiciera, iba a poner que me estaba muriendo, o que me tenían que operar? Algo poco realista y rídiculo que no tenía ni pies ni cabeza.
En el medio de la conversación con este hombre, una amiga me contó que un conocido de ella nos podía "sacar" el trámite. "Lo que te hacen ellos se llama recupero. Te lo dan si vos pagás. Cobran 200 dólares por pasaporte", relató. "Ni en pedo, están todos locos. ¿Cómo me van a cobrar por un trámite que yo ya pagué?", contesté indignado.
Entonces volví a hablar con la primera persona que desandó el camino, para ver si se despejaba el horizonte y le comenté la situación nueva. A los pocos días, ya durante enero, me comentó que el trámite había ingresado a la central, que estaba en un sector de complicado acceso y que iba a depender de otra gente. Es decir, que para agilizar los pasaportes había que "arreglar" con otros actores intervinientes. El precio era altamente inferior al que me habían pasado antes. Tomé la decisión de aceptar esto. Si decía que no, era más que probable que no salieran nunca.
Paralelamente a hablar con todas las personas que cité antes, también charlé con otra gente conocida que conoce a alguien que sabe de otra gente que trabaja para un contacto que tiene en Azopardo. Una de ellas, quedó en averiguarme cuándo el trámite estuviera listo.
El 14 de enero me llamó mi amigo al celular. "El pasaporte tuyo te lo mandan por correo y el de tu señora va a estar mañana. Ya está. Cuando los tengas avisame", dijo. "Gracias, no sabés el peso que me sacás de encima", contesté aliviado por la buena noticia.
Al otro día, mientras estaba trabajando, me contactó la otra persona conocida a la que le había consultado. Me dijo que los pasaportes ya los habían emitido y que fuera a buscarlos a Azopardo. En forma rápida y sin pensar un segundo, salí corriendo del trabajo y fui directo hacia aquel edificio porteño.
En consonancia con lo que me enseñaron en la escuela de periodismo, la reflexión que hice fue la siguiente: si dos fuentes que no se conocen entre sí, coinciden en dar la misma noticia, la información es "casi" fidedigna. Por lo menos, en principio, así lo creía yo.
Alrededor de las 13.30 hacía unos 32 grados centígrados. El asfalto de la calle Azopardo estaba hirviendo. La fila que salía de una de las puertas de entrada llegaba a la calle. Y otra hilera de gente daba vuelta la esquina. Es decir que una de las colas terminaba literalmente en la calle. Me coloqué atrás del último, un flaco pelado, medio tostado, que parecía estar de vacaciones. Se lo notaba relajado.
Estaba sin almorzar. Eran las 14 y la fila avanzaba a un ritmo superlento, mientras el sol nos pegaba de refilón, ya que los edificios de alrededor lo tapaban. Luego de estar más de una hora y media esperando para entrar en la oficina donde se retiran los documentos terminados, me puse a hablar algo con el muchacho de adelante. "La verdad es que está complicado lo mío. Van a ser tres meses que inicié el trámite y todavía no me llegó. Espero tener suerte", comenté. "¿Tanto tiempo? Qué cosa rara. Yo hace quince días que lo inicié, y en la página de internet dice que lo tengo que venir a buscar acá", respondió el pibe. Parecía un chiste de mal gusto para mi, pero un rato después esta persona se iba de aquel lugar con el pasaporte en la mano.
Después de tres horas, llegué al mostrador. Rodeado de carteles que enunciaban frases como "no acepte la intervención de gestores" o "si alguien le ofreciera algún tipo de aceleración en el trámite, denúncielo", le mostré mi documentación al empleado y el flaquito que me atendió fue a la computadora para cotejar los datos. "Mirá, el tuyo lo tiene el correo. Te lo van a mandar ellos. Pero el de tu mujer no está", afirmó. "Hay posibilidad de acelerarlo. Dejáme tu celular y el viernes te llamo. Eso sí...no te olvides de los pibes", lanzó como una advertencia. Los anuncios colgados de la pared, parecía, servían solo de adorno.
No sabía qué hacer. Si irme a mi casa o hablar con alguien más. Decidí encontrar a alguien que me dijera algo más, que me diera una explicación razonable de por qué no me entregaban dos libretas que evidentemente estaban hechas. Di vueltas por todo el lugar buscando al Jefe de Turno. Sabía que los pasaportes estaban en algún recoveco de ese monstruo de cemento. Después de perderme por varios pasillos y mostradores, encontré aquella oficina perdida entre gente, oficiales y empleados. "El trámite tuyo está en el correo. Hablá con ellos y te lo van a llevar, pero el otro no está. Eso es lo que figura en pantalla", dijo el oficial en un tono no muy complaciente.
Volví a bajar y fui otra vez al primer lugar donde me atendieron. "Necesito imperiosamente saber qué pasa con el pasaporte de mi señora. Explicáme en qué estado está", le ordené a una de las empleadas, casi perdiendo la compostura, con un sudor imposible de recrear y con mi pelo que ya a esa altura daba vergüenza ajena.
"Te voy a ser sincera, está medio lento el trámite ese. Si tenés contacto con alguien, tratá de apurarlo", aconsejó la chica con buena predisposición. Eran las 17.15 y me fui. Estaba deshidratado, desesperado, acalorado y hambriento. Paré en un kiosco, compré un agua mineral y me la bajé en treinta segundos. El calor no paraba y el pasaporte estaba encarcelado en Azopardo.
El 18 de enero, como todos los días, entré a la página oficial de la policía. La sorpresa fue grande cuando ingresé los datos del trámite de mi esposa y decía: "Retirar en Oficina de Entrega. Azopardo 650". Increíble. Después de largos días ya estaba todo listo. Casi todo.
Al otro día mi esposa estuvo alrededor de las 8 de la mañana en el lugar. Al llegar a la ventanilla de atención la empleada le dijo que no le podían dar la libreta "porque estaba en la oficina de ensobrado" y en ese lugar "ningún empleado puede entrar si no es con la orden de un superior". Enfurecida, mi mujer fue a ver al Jefe de Turno, quien le ordenó que volviera a abajo para que le "entreguen inmediatamente el pasaporte".
Claro, ella había llevado la prueba contundente de que la libretita estaba hecha: yo había impreso una hoja con la constancia de lo que decía la página de Internet oficial de ellos. No había posibilidad de un no. Y entonces fue un sí. Después de unos cuarenta minutos de espera, y aquel 19 de enero, mi esposa ya tenía su pasaporte. Uno ya estaba terminado. Pero el mío todavía no aparecía.
Mi pelea dialéctica, física y mental con el edificio situado en Azopardo ya había terminado. Ahora empezaba a luchar contra los tiempos larguísimos del correo privado Oca. Durante un par de días llamé, sin suerte, para saber el destino de mi pasaporte. "Acá no llegó nada señor", respondió una de las primeras empleadas con las que hablé telefónicamente. "Las órdenes para mandar trámites de la Policía Federal se arman de noche, señor, todavía no lo tenemos. No tengo idea cuando puede estar", explicó otra. "En realidad los trámites de la Policía se acomodan a la mañana. Hoy no ha llegado todavía", dijo la tercera empleada con la que hablé.
Mi furia ya no la soportaba ni yo mismo. Soñaba que se iban todos de vacaciones y me dejaban en Buenos Aires. El mal humor reinaba en mi cara constantemente y el sueño se acortaba a unas cuatro horas por día, producto de este mal trago llamado pasaporte. Hasta que el 21 de enero, a primera hora, una agradable jovencita me dio la grata noticia: "Tu trámite ya fue enviado al correo de tu ciudad. Así que en cualquier momento te va a llegar a tu casa".
Ese mismo día, coordiné telefónicamente con la central de Avellaneda para que el sábado me mandaran a mi domicilio la bendita libreta. El 23 de enero de 2010 a las 11.18 una moto del correo privado Oca estacionó frente a mi hogar. Un empleado de esa empresa me entregó una libreta que había tramitado hacía dos meses y medio, y que según los carteles que había en las dependencias policiales el máximo plazo de entrega era de "30 a 35 días hábiles". Es decir menos de dos meses.
"Qué querés. Si estamos en la Argentina", repitió una persona a la que le conté lo que me pasó. "No tenés que ponerte nervioso. Tomalo con calma, estamos en la Argentina. Vos qué querés, ¿la chancha y los veinte?", sugirió un familiar al enterarse del periplo. Es la Argentina. Un país donde para que un trámite "salga", tenés que tener uno o más conocidos que te lo "saquen". Un país donde ocurren estas historias que, si no fueran tristemente ciertas, parecerían una joda grande como una casa. Como decía Tato.

4 comentarios:

  1. La decisión de no utilizar el contacto no fue demasiado sabia a mi entender. Un contacto implica mucho mas que no hacer la fila, implica ser parte de la cosa, estar en la cocina, en la tranza, el tongo o como sea que te guste llamar a la matufia. Un contacto es un regalo del cielo que jamas debe ser despreciado. Te lo digo yo que de tranzas la se lunga.

    Una observación: un poquito larga la cronica... me dieron ganas de pegarme un tiro... CUAC


    PD: en mi epoca Oca era un relojito, no pasaban estas cosas.

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  2. Gracias alfredito. Admito que la crónica es larga, pero es la triste realidad que no puede ser recortada. Coincido con vos en que la opción de no utilizar el contacto fue mala de parte mia. Y evidentemente no te pegaste un tiro sino que escribiste este comentario desde la Polinesia. Un saludo a la familia!

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  3. No señor, no fue mala la opción que has tomado. ¿Por qué uno debe entrar en la tranza y andar de contacto en contacto? Estas cosas tienen que funcionar bien y sin billete o contacto que nos haga "el favor". No criemos coimeros.
    igual te cuento que hice los trámites en un mes de septiembre en Azopardo y en 15 días ya lo tenía en mis manos y sin hacerle favores a nadie, debe ser una lotería, pero cuando tenés que padecer lo que padeciste es comprensible el enojo.

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  4. Gracias Verónica. Estas cosas a veces suceden, pero cuando tenés un espíritu martinpazista pasan más seguido. Un saludo y gracias por seguir el blog!!!!

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